¡ CUERNOS FUERA ¡
A. Casas
Qué las leyes han cambiado y siguen cambiando; qué los conceptos a la hora de valorar determinadas conductas sociales también han cambiado y continúan cambiando, y, en consecuencia, no sólo se modifican sino que generalmente son aceptados y legislados aunque se haya de diferenciar el intolerante vínculo religioso-jurídico que impera y dirige el comportamiento de ciertas colectividades en las que las ancestrales tradiciones y faltas de contenido afectivo, mantienen la superioridad del varón sobre la mujer que queda relegada a la condición de flagrante inferioridad y sumisión, incluso despojada de sus elementales atributos naturales, subordinándola, sexualmente, a una dependencia meramente pasiva (ablación) y sometida en casos concretos a sanciones reguladas, brutales y atroces (lapidación, mutilación, azotes, etc.).
Con matices, la situación normal de la fémina (fides minima), desde la más remota antigüedad hasta hace un siglo, más o menos, estaba reducida al repudio de la natural disposición humana a desarrollar su personalidad individual e independiente, recayendo sobre ella toda clase de interdicciones sociales, políticas, religiosas y económicas, fruto de la cerrada mentalidad misógina fermentada en el espurio mito de Eva, soporte y anclaje de la autoridad del hombre y forjador del “honor” como aparejo moral del control físico sobre la hembra: el casamiento de un hidalgo con una plebeya no repercutía en la hidalguía de los hijos, mientras que, en caso contrario, la perdían en la escala social, o, en el caso de adulterio de la mujer, se evaluaba como un delito que atentaba gravemente contra el honor conyugal y familiar, fracturando el equilibrio moral de la sociedad, estableciendo las leyes que, en este caso no pudiendo acusar ni querellar sobre este crimen otro que el consorte agraviado, incurriendo los denunciados en la pena capital y otorgándose al cornudo la gracia de que, en estricta justicia reparadora y de resarcimiento, él mismo podía ejecutar el castigo: Si el adulterio fuese hecho con voluntad de la mujer, desta y el adulterador haga el marido dellos lo que quisiese. Tampoco los cornudos consentidos se libraban del oportuno castigo: la primera vez eran condenados a la vergüenza pública y 10 años de galeras, y la segunda a recibir 100 azotes y galeras perpetuas.
El caso más notable y escandaloso de esta rigurosa forma de entender, aplicar y cumplir la sentencia, sucedió en Sevilla en el año 1565, con motivo de la denuncia del tabernero Silvestre de Angulo acusando a su mujer de un delito de adulterio realizado con un mulato. Arrestados los dos proscritos, fueron encerrados, separadamente, en los lúgubres calabozos de la Cárcel Real , situada en la calle Sierpes, institución penitenciaria que Santa Teresa de Jesús comparaba con el infierno. Transcurridos dos años de aciaga reclusión, se ordenó la consumación de la sentencia en un tablado levantado ex profeso en la Plaza de San Francisco a la que condujeron a los dos condenados acompañados, como era de rutina, por varios frailes franciscanos y jesuitas entonando salmodias y aleluyas. Una vez en el patíbulo despojaron a la desdichada del manto que la cubría y partiéndolo en dos pedazos les vendaron los ojos; acto seguido, los frailes se arrodillaron ante el impasible Angulo invocándole vehementemente que por la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo perdonase a los reos, pero el afrentado, con ira incontenible, se negó a conceder la clemencia que se le rogaba, con gran satisfacción de la turba que jaleaba su “hombría”.
Siendo firme su decisión y con el permiso de los jueces, saca un afilado cuchillo con el que con saña, rabia y furia empieza a acuchillar a sus victimas, procurando causarles el mayor daño posible y de forma que el sufrimiento se alargara en el tiempo. La sangrienta carnicería excedía los límites de la crueldad, soliviantando el ánimo de los asistentes que de las aclamaciones pasaron al horror y a las protestas, teniendo que intervenir los alguaciles para que acabara inmediatamente con aquella bestial escabechina; así lo hizo el vengativo verdugo, pero cuando se disponía a bajar del cadalso, una voz del público vociferó ¡el mulato se mueve!; Angulo se volvió y de una certera cuchillada degolló al moribundo. Rematada la faena se dirigió a los asistentes, se quitó el sombrero y arrojándolo al aire gritó ¡Cuernos fuera!.
Indudablemente se trata de un caso excepcional en cuanto a su ferocidad y duración, ya que algunas situaciones similares concluyeron con un final más afortunado e indulgente, en el que los infamados, por el deseo de morir con la conciencia limpia, perdonaron a las infieles pecadoras, como ocurrió en Córdoba, donde Juan de Villalpando dispensó a su mujer Catalina de Pineda de adulterio consumado con Honorato de Spindola, ginovés, con Luís de Godoy e con otras ciertas personas, e ellos con vos. Algo parecido ocurrió en Sevilla con Martín Rodríguez que también perdonó a su esposa Juana García y a Juan Jiménez, ambos condenados a muerte por el dichoso fornicio adulterino. Cómo ya apuntábamos al principio, esta clase de leyes son de las que han cambiado y, seguramente, más que cambiarán todavía…
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