miércoles, 6 de febrero de 2013

María la Bailaora

MARÍA LA BAILAORA
A. Casas
            El 7 de octubre de 1571 tuvo lugar la que pudo ser decisiva batalla de Lepanto, “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros” dice Cervantes en el prólogo de la 2ª parte del Quijote, razón por la que por antonomasia era llamada, escuetamente, la batalla naval; no hacía falta más para saber de que se hablaba o escribía. Es uno de los grandes hitos de la Historia pues, “aquel día, que fue para la Cristiandad tan dichoso, porque en él se desengaño el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar; en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y la soberbia otomana quebrantada” (DQ. I-39). Desgraciadamente, los frutos de la victoria naufragaron en el tempestuoso mar de discordias y desavenencias que surgieron, o resucitaron, entre las potencias vencedoras, España, Venecia, Malta y la Santa Sede, titulares de la Santa Liga (Liga perpetua contra el turco y sus reinos tributarios Argel Túnez y Trípoli), desvaneciéndose la oportunidad que la Providencia había puesto en sus manos para destruir totalmente el poderío de la Sublime Puerta en el Mediterráneo.
            Lepanto es la última batalla naval entre galeras a remos. Fue un choque a muerte entre naves enclavijadas, de lucha feroz cuerpo a cuerpo, en la que el generalísimo, don Juan de Austria, a pesar de las ordenes de su hermanastro Felipe II, también intervino activamente en primera línea recibiendo una cuchillada en un tobillo. Colisiones y abordajes en medio de una gritería infernal y de una espesa y negra humareda que envolvía las escuadras; naves incendiadas y explosiones de las que la Real salió tan mal parada que tuvo que ser desguazada y sustituida por otra de 29 bancos que Felipe II mandó construir en las atarazanas de Barcelona.
            Resultó una espantosa carnicería humana en la que cayeron más de 7000 hombres, de ellos unos 2000 españoles, aunque se liberaron alrededor de 15000 cristianos encadenados a los bancos de las turquesas galeras, mientras que los turcos tuvieron casi 20000 bajas, alrededor de 5000 prisioneros y el apresamiento de 150 naves que los vencedores se repartieron. Pero se debe resaltar que tanto o más que el porte de las naves y su potencia artillera, brilló el buen gobierno de los navíos, la impecable coordinación entre capitanes y tripulaciones en las maniobras, en el ritmo de las bogadas o el braceo de las velas (las cristianas pintadas de rojo o amarillo), la realización de un bordo o una virada para colocar la nave en la posición más ventajosa para embestir, abordar o cañonear a las rivales; maniobras tácticas, magistrales y rápidas, fueron determinantes en la victoria final en la que se distinguieron, sobre todo, don Álvaro de Bazán por la Santa Liga y Uchalí (Uluch Alí) por los otomanos, que después de apoderarse del estandarte de la Capitana de “las naves de la Religión”, como eran conocidas las de la Orden de Malta, supo escapar y salvar más de 90 navíos cuando comprendió que la falta de viento no le permitía ganar el barlovento a la escuadra de Andrea Doria, aunque se ha de reconocer que por una u otra razón estos dos grandes marinos nunca se enfrentaron más que con algún que otro cañonazo desde lejos; esta vez parece ser que fue el viento el impedimento.
            A bordo del esquife de la Marquesa, Cervantes, con doce compañeros más, resistió el ataque de las galeras del virrey de Alejandría, Sirocco, arrebatándole el estandarte real de Egipto, pero resultando gravemente herido de dos arcabuzazos en el pecho y otro en la mano izquierda que se le secó. El propio don Juan de Austria le visitó acrecentándole la paga en cuatro ducados más y dictó cartas para el rey informándole de su heroica conducta.
            Pero no sólo fue Cervantes el que recibió honores y parabienes, sino que, sorprendentemente, a quien también se le reconoció y premió por su valor y comportamiento en la batalla fue a una mujer conocida como María la Bailaora. Sorprendente, en cuanto la prohibición tajante de que embarcaran mujeres en los navíos de SM, principalmente en acciones de guerra, como fue el caso de la expedición a Túnez donde fueron más de cuatro mil mujeres a pesar de las precauciones que se adoptaron y a sabiendas de las duras sanciones que se imponían a las esposas o amantes de la marinería y tropa que se encontraran a bordo, bien disfrazadas o bien escondidas. Constituían el tenaz y abigarrado grupo de las llamadas enamoradas, dispuestas a todo, incluso la muerte, con tal de no separarse de sus compañeros, considerando que peor suerte les esperaba en tierra, solas y desamparadas. Se dice, aunque no existen datos fehacientes que lo acrediten, que María la Bailaora era granadina, probablemente gitana, y que tras estar recogida en un convento se escapó, viéndose obligada a vivir de su belleza en algunas ocasiones, y en otras, del movimiento de sus caderas y pies en el arte de la danza, hasta que se amancebó con un soldado perteneciente a la Compañía de Diego de Urbina, del Tercio de la Armada del Mar Océano, mandada por el siempre cabreado D. Lope de Figueroa, por lo que es casi seguro que conoció a Cervantes.
Con su hombre y disfrazada, embarcó en la galera Real de don Juan de Austria. Sin duda, no sería ella la única que participó en tan extraordinario evento, y sin duda, también, debieron ser muchas más, anónimas e ignoradas, las que ofrendaron su fidelidad, su valor y su vida en las sangrientas aguas de Lepanto.

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