sábado, 9 de febrero de 2013

Un novio para Isabel

UN NOVIO PARA ISABEL

A. Casas

            Isabel II, “la reina castiza”, se ganó al pueblo de Madrid por su espontaneidad y guapeza dejándose ver en verbenas, en corridas de toros, en teatros, en sus paseos en tílburi por las calles de la ciudad y por su generosidad y prodigalidad. Sin embargo, en los asuntos de gobierno estuvo en manos de políticos incompetentes, ya fueran moderados o liberales; transigiendo las ingerencias de su madre, la Reina Gobernadora doña María Cristina, las intrigas de la Infanta Carlota y, sobre todo, la tiranía de generales engalanados y atiborrados de condecoraciones y títulos: Espartero, Narváez el “espadón de Loja”, Serrano “el general bonito”, O’Donnell, Prim, etc. Sus tristes destinos la acompañaron desde su nacimiento con la Pragmática Sanción que firmó su padre Fernando VII aboliendo la Ley Sálica, originando la rebelión de don Carlos, hermano del rey, y la primera Guerra  Carlista (1830-1840); su reinado estuvo empañado de  revueltas, revoluciones (la Vilcarada), pronunciamientos, de un intento de raptarla (asalto al Palacio Real el 7 de octubre de 1841) que se saldó con el fusilamiento del general Diego de León,  “la primera lanza del Reino”; intentos de asesinarla, como el perpetrado  por el cura Merino; la guerra de África, epidemias de cólera (La muerte negra), el secreto y morganático matrimonio de su madre, a los tres meses de enviudar, con el guardia de corps Fernando Muñoz, y más y más.

            A su mayoría de edad (1846), apenas cumplidos los dieciséis años, se impone la misión de buscarle marido. La reina-niña, inmadura pero rebosante de vitalidad, se convierte en una marioneta al son de las preferencias que por un candidato u otro según beneficien o no los intereses políticos, sociales y económicos de quienes se han atribuido la facultad de decidir, sin conceder ni voz ni voto a los sentimientos de quien realmente se jugaba su felicidad. Menos ella, los ilustres alcahuetes concertaban, discutían o discrepaban convirtiendo la boda en una cuestión de relevancia incluso internacional: Espartero, la Reina Madre, el sacerdote-filosofo Jaime Balmes, Narváez, los Presidentes de Gobierno de turno, su tía la Infanta Carlota, Luís Felipe de Francia, los reyes de Portugal, la reina Victoria de Inglaterra, el rey de Nápoles, la grotesca sor Patrocinio “la monja de las llagas”, el Imperio austro-húngaro y el sursum corda se rifan entre ellos a los aspirantes a consortes: el conde de Trapani, hermano de su madre; el conde de Montemolín, hijo del rey carlista, y sí no, cualquiera de sus dos hermanos, don Juan, o don Fernando; los hijos de Luís Felipe, el duque de Aumale y el duque de Montpensier, cualquiera vale; el heredero de Portugal; Leopoldo de  Sajonia-Coburgo; los hijos de la Infanta Carlota, don Enrique, duque de Sevilla, y don Francisco de Asís, duque de Cádiz; pero no se llegaba a un acuerdo, el que gustaba a uno era rechazado por otro; si se elegía a este, el Presidente del Gobierno amenazaba con dimitir; si se prefería a aquél, Inglaterra protestaba, pero si se trataba de fulano, no era del agrado de Francia, hasta que al fin y a gusto de todos, menos de la que realmente debía estarlo, se escogió a don Francisco de Asís, personaje incoloro, inodoro e insípido, pegado a su alter ego Meneses, más que amigo; se le reconocían “ciertos defectos físicos” y muy pronto se le adjudicó el mote de “Paquito Natillas” porque, se añadía “es de pasta flora y orina en cuclillas como una señora”; culto y repulido, virtudes que resumió la infeliz reina: “¿qué pensar de un hombre que la noche de bodas llevaba sobre su cuerpo más encajes que yo?”. Con este bagaje mal se podía entibiar el temperamento ardiente y fogoso de la recién casada y, de inmediato, empezaron los reproches y disgustos entre ellos que traspasaron las paredes del Palacio abocando en calles, plazas, mentideros, periódicos y revistas, hasta el extremo de que el Gobierno dictó una disposición prohibiendo la publicación de todo lo que “trate de la vida privada de S.M. la Reina, Nuestra Señora, o de su matrimonio o de su augusto real consorte”. Naturalmente, Isabel II, tuvo que buscar quien apagara el fuego que quemaba su exuberante naturaleza y para este menester si pudo y supo ejercer libremente el derecho de elegir a los bomberos, como el marqués de Bedmar, Ruiz de Arana, Puig Moltó, Marfori, Ramiro de la Puente y, especialmente, Miguel Tenorio de Castilla, de Almonaster la Real. Recién viudo de Isabel Prieto Tirado y Rañón, de La Palma del Condado, fue designado Secretario de la Reina. Abogado, romántico y efectivo en su trabajo, enamoró a la soberana que encontró en él el cariño y el sosiego que tanto necesitada, hasta que los celos de O’Donnell consiguieron que le cesaran y alejaran de la Corte destinándolo a Alemania. Durante los seis años (1859-1865) que estuvo a su servicio, la reina dio a luz tres niñas, las Infantas Pilar (1861), Paz (1862) y Eulalia, ¿morriña de Almonaster?, (1864). Durante los últimos años de su vida, hasta su fallecimiento en 1916, vivió en el castillo de Nymphemburg (Munich), residencia de doña Paz, casada con don Luís Alberto de Baviera, declarando que: “Instituyo por única heredera universal de todos mis bienes a S.A.R., doña María de la Paz, hija de SS. MM. los Reyes don Francisco de Asís y doña Isabel II”. La reseña a la legataria define su personalidad: sensibilidad,  caballerosidad y lealtad a la Corona.

                                                                                                             


           



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