jueves, 21 de febrero de 2013

BRAGAE VINDICATA

BRAGAE VINDICATA

A. Casas

Sebastián Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611), define a la Braga como, Cierto género de zaragüelles justos que se ciñen por los lomos y cubren las partes vergonzosas por delante y por detrás, y un pedazo de los muslos. Usan de ellas los pescadores y los demás que andan por el agua, los que lavan lana, los tintoreros, los curtidores; también las usan los religiosos y llámanlas paños menores. Antiguamente usaron de las bragas los que servían en los baños, por la honestidad, los que se ejercitaban en los gimnasios, luchando y haciendo los demás ejercicios desnudos. Los que entraban a nadar, que se enseñaba en Roma con gran cuidado, por lo mucho que importaba para la guerra. Los pregoneros, porque no se quebrasen dando grandes voces. Los comediantes, los canteros, los trompeteros y los demás que tañían instrumentos de boca. La cobertura en la horcajadura de las calzas se llama bragueta…

   De todo lo expuesto queda muy claro que la braga era un tipo de ropa exclusivamente masculina, ya que esa parte que algunos llaman vergonzosas y otros paquete, las mujeres no se las cubrían expresamente, ocultándolas con faldas, refajos, enaguas y, en su momento, por los guardainfantes que ahuecaban el vestido de cintura para abajo, como podemos ver en las Meninas de Velázquez, aunque se apretaban el vientre y las caderas con unas bandas o fajas que recibían el nombre de subliguculum y también caestus, pero dejando la presea al relente.
   Pero Covarrubias cae en el error de asimilar las bragas a los zaragüelles, pues mientras las primeras eran, y son, prendas cortas interiores, las segundas eran exteriores, a modo de calzón, generalmente hasta la mitad de las pantorrillas, muy anchos y usados principalmente por la gente de mar. Parece ser que fueron traídos a Europa por los cruzados al tratarse de una vestimenta típica de turcos y griegos, de ahí su similitud con los greguescos que Quevedo llamaba las    cachondas.                                                     
   Las bragas eran muy cortas y se ponían para ir a los gimnasios, como una especie de taparrabos que los griegos llamaban zona y los romanos perizoma, y cuando se alargaban hasta medio muslo se designaban femoralia, imprescindibles para los soldados en sus largas marchas sin roces molestos que las dificultaran. Los romanos observaron que los bárbaros ya las empleaban de paños de cierto grosor e incluso de cuero para cabalgar, y al comprobar su utilidad  por la sujeción y defensa que hacía de las dichosas partes vergonzosas, no dudaron en copiarlas, convirtiéndose en necesarias e incluso obligatorias para los jinetes, aunque terminó por erigirse en una prenda habitual de vestir entre los hombres, por debajo de las calzas, calzones, más tarde pantalones (siglo XIX), con mayor o menor largo y abriendo por delante, por razones obvias, una abertura que es lo que se denominó y se sigue denominando bragueta.

   Pero la cosa cambió radicalmente por mor de un lamentable suceso que cambió el curso de la Historia. Ocurrió a mediados del siglo XVI siendo Regente de Francia Catalina de Médicis, viuda del rey Enrique II, hijo de Francisco I, famosa por sus intrigas palaciegas y aficionada a los envenenamientos; un día cualquiera, como otros muchos, al ir a montar en su caballo para dar un paseo, se resbaló cayendo al suelo con tan mala fortuna que quedaron al aire sus reales vergüenzas. Naturalmente, los cortesanos presentes se volvieron rápidamente de espaldas, pues de no haberlo hecho les hubiera costado la cabeza, o por lo menos los ojos; sabían muy bien como se las gastaba doña Catalina que no le tembló el pulso para urdir la brutal matanza conocida como la Noche de San Bartolomé. La reina, consciente de que un incidente de esa índole se podía repetir, ordenó que las damas, para los ecuestres menesteres, obligatoriamente debían de enfundarse unas bragas semejantes a las que utilizaban los hombres. Dicho y hecho, pero muy pronto las féminas aprendieron que estas prendas íntimas interiores podían constituir un elemento, no sólo de pudor, sino también de elegancia, y, si venía a cuento, de arma de seducción; de modo que empezaron a aparecer confeccionadas de tejidos suntuarios como la seda, el tisú, el lienzo fino, de donde procede el nombre de lencería, con encajes y bordados, con volantes, adornadas de pedrería, de distintos colores (el negro era el preferido), y otros sofisticados artificios que crearon un sutil campo de competencia según el nivel económico, de nobleza y aun de intenciones.
   En definitiva, que los hombres nos quedamos sin bragas, sin nuestras bragas, y nos dejaron en calzoncillos y con las cacofónicas braguetas, o todavía más cursi, las impropiamente llamadas pretinas que, en tiempos de Carlos III, la Santa Inquisición prohibió por considerar que daban una pecaminosa y obscena imagen de viril ostentación y provocación, debiendo ser sustituidas por unas aberturas laterales, más decentes y menos exhibicionistas. Hubo quienes hicieron caso, pero, en general, la interdicción, como suele pasar, no surtió efecto, sino todo lo contrario, y las braguetas siguen desempeñando su digna, natural y cómoda misión.















           

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