martes, 12 de febrero de 2013

La señora Ching

LA SEÑORA CHING

            Cuando hablamos de piratas, de bucaneros o de filibusteros, nos referimos y generalmente con una gran dosis de papanatismo, a los hermanos Barbarroja, al capìtán Kidd, a Dragut, a Pata de Palo y a tantos más, mientras que casi de pasada y de forma anecdótica y un tanto folklórica, nos acordamos de que también hubo mujeres, y bastantes, que se dedicaron al peligroso oficio con la misma intensidad, personalidad, valor y crueldad que sus famosos colegas masculinos: Grace O’Malley, Mary Read, Charlotte de Berry, Fanny Campbell, que después se unió a los independentistas norteamericanos, Ann Mills, Anne Cormac, más tristemente conocida como Anne Boney, la portuguesa María Gómez y algunas más, como la muy conocida señora Ching, (1775-1844), de soltera Cheng I Sao, que se casó con el muy honorable señor Ching Shih, próspero comerciante, contrabandista y si se terciaba ejercía la piratería que, sin embargo, y en virtud de los magníficos presentes que ofrendaba al Emperador, éste hacía la vista gorda de sus felonías y encima le honró con el pomposo título de “General de las Caballerías Imperiales”; con esta tácita connivencia imperial podía asaltar impunemente navíos en alta mar, en puertos y bahías y expoliar, si venía el caso arrasar aldeas y pequeños pueblos de la costa; pero, un buen o nefasto día, según la perspectiva de las partes contrarias, en una de sus correrías la fortuna le fue adversa siendo derrotado, apresado y degollado, aunque otras versiones aseguran que su muerte se debió a un plato con orugas envenenadas cocidas con arroz que le ofrecieron sus socios.
            Cuando todos creían que el imperio comercial del Sr. Ching se había derrumbado y conjuraban para sucederle, surgió su viuda, la señora Ching, que imponiéndose a la situación fue eliminando, en unos casos a los pretendientes a hacerse dueños del negocio, y en otros, a someterlos y avasallarlos. Sus primeros pasos consistieron, no sólo en conservar sus naves y tripulaciones, sino en aumentarlas. Con esta idea, logró reunir una gran flota de más de 500 barcos, desde 15 a 200 toneladas y todos bien armados, tripulados por unos 50.000 hombres que llevaban a bordo sus mujeres, o sus concubinas y sus hijos. La poderosa armada la dividió  en seis escuadras mandadas por capitanes a los que distinguió con nombres tan sonoros y exóticos como, “El Azote del Mar de Oriente”, “La Joya de toda la Tripulación”, “El Parto de las Ranas”, “Pájaro y Silex”, “Alto Sol” y “Ola llena de Peces”. La bandera de la flota era de franjas con los colores rojo, verde, amarillo, azul, negro y blanco, y en la suya propia figuraba un dragón.
            Mujer de fuerte carácter y dotes incontestables de mando, impuso una férrea disciplina estableciendo, además, un código de conducta que debía ser estrictamente observado, sancionándose su incumplimiento con las penas más severas; por ejemplo: no se podía actuar por cuenta propia, ni en tierra ni en la mar, so pena de incurrir en lo que retóricamente se designaba “flanquear las barreras”; el infractor de la norma, la primera vez, era condenado a la vergonzosa afrenta de que se le taladraran las orejas ante toda la tripulación, y ejecutado si reincidía. Quedaba terminantemente prohibido apropiarse de cualquier objeto, por muy pequeño que fuera e incluso sin valor alguno procedente de robo o saqueo, ya que todo tenía que ser debidamente registrado y controlado, premiándose a los piratas con dos partes de cada diez, y las ocho restantes depositadas en el “almacén general”; la sustracción del mismo de alguna cosa se castigaba con la pena de muerte. No se permitía someter a las mujeres cautivas apresadas en las villas o en el campo y llevadas a bordo, más que pidiendo permiso al ecónomo, y si era otorgado, el afortunado debía llevar a la mujer a la bodega del barco (en cubierta no estaba permitido) y, finalizada la carnal tarea, devolverla nuevamente al ecónomo, prescribiéndose, en consecuencia, que la violación, sin el oportuno permiso, también se castigaba con la pena de muerte, mientras que la infeliz desflorada era arrojada por la borda. Asimismo, estaba terminantemente prohibido pronunciar la palabra “botín” sino las más eufemísticas “productos transbordados”.
            La febril actividad y crueldad de la señora Ching superó en mucho a la de su finado, convirtiéndose en la dueña y terror de los mares de China, pero pecó de mezquina al no ser tan espléndida como lo había sido su difunto marido, lo que despertó la furia del “Hijo del Cielo” Kia King  que lanzó contra ella y con orden tajante de eliminarla, sus escuadras con sus mejores almirantes a las que la audaz viuda hizo frente derrotándolas más de una vez, como la de Kwo Chang, que al no poder superar la deshonra se suicidó; diversa suerte corrió en otras sangrientas batallas navales con Tsuen Mon Sun, Li Fa, y sobre todo con la escuadra de Ching Kwei Heu que en 1810  deshizo su flota, lo que la obligó a pedir perdón al Emperador que, no sólo se lo concedió, sino que le dio el áulico título de “Esplendor de la Verdadera Instrucción”. La señora Ching, casi ciega, se retiró a Cantón donde pasó sus últimos años rodeada de lujos y, según dicen las lenguas de doble fila, disfrutando de los placeres de un buen abastecido harén de escogidos “boys”, costumbre que como otra cualquiera que se pueda tener, parece ser que había adquirido en sus buenos y turbulentos tiempos pirateriles.

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