lunes, 4 de febrero de 2013

Crónica negra

CRÓNICA NEGRA

A. Casas

Figura típica y señera de los puertos de gran actividad comercial eran los “boteros”, oficio duro y sacrificado, pero auxiliares indispensables y necesarios para el normal desenvolvimiento del tráfico marítimo dentro de las áreas de atraque, amarre y fondeo, y, como en el caso de Huelva, con centros urbanos separados de la ciudad por las aguas de la ría, y cuya comunicación y tránsito, especialmente Corrales, Aljaraque y el Lazareto de Bacuta, dirigido por el doctor Santos Novillo, forzosamente habían de efectuarse atravesándola, de una a otra banda en los pequeños botes, la mayoría de las veces excesivamente cargados de pasajeros y mercancías, entre las que destacaban las pirámides de cántaros de leche. Preferían ser contratados por “chipichangas”, consignatarios y provisionistas, aunque tuvieran que estar esperando horas y horas, incluso hasta el alba, a los nocherniegos argonautas que cerraban el “Baile de Perico”, el “salón Rosales”, el “Bahia” y el “Rocío” de nuestra particular Sodoma, la internacional calle Gran Capitán.
El botero era fácilmente reconocible e identificable. Enjuto y fibroso como un remiche, de rostro asenderado por el sol, el levante y el “foreño”, la lluvia, la sal y la evocación, no se le daba mal el “pichinglis” y farfullaba lo suficiente para entenderse con alemanes, holandeses, noruegos y, también, con los gallegos que en la década de los cuarenta formaban la mayor parte de las tripulaciones de los pesqueros que faenaban en los entonces ricos y lejanos bancos de Tafané y Cabo Blanco.
Los que militamos en la brigada senectute bona, aún recordamos a algunos de aquellos esforzados galeotes, como los hermanos Fortes, Topete, el Rubio, el Inglés, el Candrai, Pedro (el de Bacuta), el Gloria, Zamudio, el Laito y otros, componentes de una élite de remeros, ya arcaica, prácticamente extinguida.
Desgraciadamente, la convivencia gremial no siempre era pacifica y las desavenencias derivaban demasiadamente en gruesas discusiones que, según su nivel de encabronamiento, podían terminar en agresiones y, lo que es peor, alguna vez con derramamiento de sangre. Y esto fue lo que ocurrió una canicular mañana del 23 de Julio de 1906: era el Día del Juicio señalado por el destino para resolver un viejo conflicto de la única forma que desde hacia mucho tiempo se barruntaba cuál sería su trágico final.
Una antigua rivalidad entre Manuel Martín Rivera el “Revoco” y Antonio Martínez el “Loco”, a causa de una mal entendida y ejercida competencia entre ellos, se había enconado en los pechos de los dos boteros, o “lancheros”, como también se decía, alimentando un odio ciego e irracional que había sembrado la alarma entre sus compañeros y los guardias de los muelles que hacían todo lo posible para evitar el enfrentamiento y procurar la reconciliación; pero toda preocupación y vigilia resultó inútil. Aquel día el sol se había levantado con mal fario, y el “Revoco”, a bordo de su lancha abarloada a la escala del mercante inglés Chelford, que estaba amarrado, por la proa y por la popa, a unas de la boyas que jalonaban la margen derecha del Odiel, desde Bacuta hasta la Cascajera, esperando turno para atracar al muelle de Río Tinto, vio venir hacia él el bote del “Loco” profiriendo insultos y amenazas esgrimiendo con significativos ademanes una bien dotada faca albaceteña; pero cuando apenas estaban a unos dos metros el uno del otro y cada vez aproximándose más, de repente, el “Revoco” sacó una escopeta de caza disparando a bocajarro la perdigonada contra su contrincante que murió casi al instante, alcanzado en la cara, torax y brazo derecho. El autor del mortal desaguisado fue detenido y conducido esposado a las dependencias de la Comandancia de Marina donde declaró que “el disparo fue producido por los saltos de un perro que llevaba en la lancha, pisando con una pata el gatillo de la escopeta”. Trasladado a la prisión de la plaza de San Francisco en espera de ser juzgado, instrucción que por la naturaleza marítima del oficio de ambos correspondía a las autoridades navales, se ordenó su internamiento en el Penal de San Fernando para su procesamiento por un Consejo de Guerra Ordinario, reunido en la citada plaza, sede de la Capitanía del Departamento Marítimo.
El Consejo de Guerra, el 30 de Agosto de 1907, dictó sentencia considerando que se trataba de un delito de asesinato, pero elevada la causa al Consejo Supremo de Guerra y Marina, este tribunal revocó el veredicto al no calificar los hechos como asesinato, sino de homicidio, por lo que el 10 de Enero de 1908, tras los preceptivos “resultandos” y “considerandos”, se condenó a Manuel Martín Rivera, alias el “Revoco”, a “la pena de catorce años, ocho meses y un día de reclusión temporal, accesoria de inhabilitación absoluta temporal en toda su extensión y a la indemnización de pesetas 3.000 pesetas a la familia de la victima”. Falso orgullo, falso concepto de la hombría, arrebato, obcecación, no justifican actos semejantes, pero no podemos olvidar y tener muy presente que “detrás de la cruz está el diablo” achuchando para que nuestros peores instintos afloren.
               

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