A. Casas.
El «Cinco Chagas» fue durante veinticinco años el orgullo del la Marina indiana portuguesa. Era considerado el barco más hermoso del mundo, no sólo por sus líneas esbeltas y majestuosas, sino por sus extraordinarias condiciones marineras. Como la gran mayoría de las naves que hacían la Carrera africana de la India y su correspondiente «Volta», solían ser de gran porte, entre las 500 y 1000 toneladas, en razón de la duración del viaje que demandaba espaciosas bodegas con capacidad suficiente para almacenar la gran cantidad de matalotaje que se necesitaba, especialmente agua y vino, aparte del transporte de mercancías, pertrechos, artillería y alrededor de las 500 personas que había que alojar a bordo entre tripulantes, soldados, dignatarios, pasajeros, sacerdotes, misioneros (sobre todo franciscanos y jesuitas), etc.
Generalmente, la navegación de ida, desde Lisboa, en Marzo o Abril, se realizaba de rota batida hasta Mozambique, travesía que, muchas veces, duraba unos cinco meses aproximadamente, ya que debía engolfarse en el Atlántico o Mar de la Oscuridad buscando los contralisios del hemisferio sur, hasta alcanzar los 35º o 36º de latitud para poner rumbo «leste» hacia el cabo de Nueva Esperanza, doblarlo, y ya metidos en el océano Indico, navegar hasta Mozambique, donde se hacían las reparaciones necesarias, se abastecía de panática, se hacía la aguada y se hospitalizaba a los enfermos.
La arribada a Mozambique, los que llegaban, pues más de uno se quedaba en el camino, se lograba después de un periplo en el que no faltaban, sino todo lo contrario, acaecimientos marítimos de toda índole: tormentas, ciclones, aguaceros diluvianos y las temidas calmas ecuatoriales que paralizaban los barcos en alta mar, a veces, hasta treinta o más días, bajo un calor sofocante y bochornoso y, como remate de tantos avatares, la aparición del temido escorbuto, o mal de Loanda, que se cobraba la vida de los más debilitados.
En Mozambique había que esperar al «monzón húmedo» del verano para zarpar, efectuándose recaladas en Melinde, reino vasallo del rey de Portugal, cuyo sultán, además del pago del tributo que debía, proveía las naos y carabelas de aves de corral, nunca de conejos, pues dichos animalitos, según una antigua superstición, no se admitían a bordo ya que su presencia sólo traía desgracias al buque y a la tripulación. La última escala era en la isla de Socotora, desde donde se emprendía la ruta hasta Goa, ya en la India. Era bastante normal que la derrota Lisboa – Goa tardara un año en recorrerse.
Por todo lo expuesto, se comprende que estos barcos fueran fuertes y armados con maderas resistentes a la mar y a la «broma (teredo navalis)», uno de sus más implacables enemigos, especialmente en aguas calientes y contra los que no había, en aquella época, otra defensa que emplomar los fondos de la nave.
La tablazón del «Cinco Chagas» era de teca proveniente de los bosques del sur de la India , estimada como la madera por excelencia de la construcción naval, superior incluso al roble y se caracteriza por su gran dureza y reacción tanto al calor como a la humedad.
Había sido construido en Goa en 1560, mas en 1585, tras veinte años tragando millas, le llegó la hora de su desguace, principalmente por el coste de la reposición de las partes más dañadas de su estructura y arboladura. Nuestro Felipe Segundo de España y Primero de Portugal (yo la heredé, yo la conquisté, yo la compré), desde su estancia en el castillo de Belem, quedó prendado, desde el primer instante, de la belleza de aquella joya del mar varada en las riberas del Tajo, convertida en refugio de mendigos y otras gentes de mal vivir.
El monarca, tan meticuloso en todos sus actos, no podía serlo menos a la hora de disponer lo que se debía hacer, hasta en sus mínimos detalles, a la hora de su muerte: como había que vestirlo, como debían de celebrarse las honras fúnebres, y en la fortaleza lisboeta tomó la sorprendente determinación de que el poderoso y recto leño de la quilla del «Cinco Chagas» fuera desmontado y trasladado al Escorial para, con su madera de color amarillo oscuro, construir el féretro en el que su real cuerpo, también cubierto de llagas, debía realizar su última singladura. Con la madera que sobró se labraron dos crucifijos que se colocaron en el monasterio de San Lorenzo.
Por un lado, puede justificarse esta decisión por el hecho de ser la «teca» prácticamente imputrescible, aunque, por otro, sólo él sabía los motivos de su elección para tan trascendental misión. A nadie le explicó el por qué, quizás porque a nadie, excepto a Dios, tenía que dar explicaciones su augusta persona.
Después de 53 día de agonía, de fuertes dolores, el cuerpo cubierto de apostemas, de soportar que le abriesen una pierna para descargarla de los malos humores que la inficionaban y de fiebres altísimas, Felipe II falleció católicamente en la madrugada del domingo del 13 de Septiembre de 1598, e inmediatamente se procedió al cumplimiento de sus últimas voluntades: se amortajó con camisa limpia, se envolvió el cadáver en sábana blanca colgándole del cuello una tosca cruz de palo, depositándose su cuerpo en una caja de plomo que se metió en el ataúd que había ordenado labrar, forrado de blanco por dentro y de tela negra por fuera, con las medidas, formas y demás instrucciones que para el ceremonial funerario él mismo había dictado, declarándose 40 días de luto oficial y la prohibición, mientra durase, de toda clase de diversiones. Antes de morir solicitó la presencia de su hijo (Felipe III) expresamente para decirle: he querido que os halléis presente en este acto, para que veáis en que para todo
En 1654, los restos del monarca fueron trasladados a una urna de mármol que se conserva en el escurialense panteón de los reyes. El ilustre ataúd del «Cinco Chagas» fue brutalmente deshecho por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario