Esta especial distinción es una muestra clara de agradecimiento hacia las dos naciones europeas que, desde el primer momento, ayudaron a los colonos norteamericanos a conseguir su emancipación con dinero, armas y hombres. Sin embargo, apenas es conocida y divulgada, tanto entre españoles como entre norteamericanos, la decisiva participación de España, por tierra y mar, en la consecución de la independencia de la nueva gran nación que nacía con el nombre de los Estados Unidos de América.
En aquella época, España dominaba el tráfico fluvial de la margen derecha del Missisipi desde Nueva Orleans, en el golfo de Méjico, hasta San Luís en el norte, pero esta importante vía comercial estaba amenazada por el asentamiento de los ingleses en las plazas fortificadas de Baton Rouge, Natchez, Manchac y Thompson, y más al este en Mobile (Fuerte Carlota) y Pensacola, plazas que fueron conquistadas por el gobernador de Luisiana, el brigadier de los Reales Ejércitos, don Bernardo de Gálvez y Gallardo, conde de Gálvez, despejando la navegación y el comercio desde Nueva Orleans hasta Pittsburgh, a la vez que aseguraba el control del Golfo de Méjico, campaña en la que resultó fundamental la escuadra mandada por el almirante Solano y un huracán que dispersó la escuadra británica; pero el éxito de Gálvez sirvió para que los norteamericanos reivindicaran su derecho a la libre navegación y comercio por tan estratégica arteria “hasta el mar”, y, en consecuencia, desarrollar sus planes de expansión por el extenso valle, reclamación polémica y conflictiva conocida con el nombre de Western land questión.
Otro de los grandes objetivos de la guerra era la conquista de Nassau, así llamado en honor de Guillermo III de Orange-Nassau, situada en la isla de Nueva Providencia, en las Bahamas, que ya, en 1776 y por muy breve tiempo, había sido conquistada por el escocés John Paul Jones, considerado como el creador de la marina norteamericana. Acabada la guerra, Jones ofreció sus servicios a Catalina II de Rusia que le nombró contralmirante, destacando en su lucha contra los turcos, pero su vida es sobradamente conocida tanto en novelas como en películas para contarla aquí; sólo a partir de su muerte en París en 1792, el pueblo norteamericano empezó a reconocer sus grandes méritos hasta convertirlo en un héroe nacional.
Gálvez dispuso una operación anfibia con 2.500 soldados de desembarco, dando el mando al almirante don José Solano y Bote, marqués del Socorro, quien declinó la misión por su desconocimiento de los intrincados derroteros de aquella peligrosa zona, por lo que fue sustituido por el Capitán General de Cuba, don Juan Manuel Cagigal, el cual aprestó en La Habana una flota en la que, además, contó con la participaban de los navíos norteamericanos pertenecientes a la Marina de Carolina del Sur, allí fondeados, cuyo buque insignia, el South Caroline, estaba al mando del comodoro Alexander Gillon. La flota hispano-norteamericana se presentó por sorpresa en Nassau, invitando Cagigal al gobernador de las Bahamas, el vicealmirante John Maxwell, a que se rindiera, solicitud a la que accedió evitando, de esta forma, el bombardeo de la isla y la pérdida de vidas humanas. Como premio a su colaboración, Gillon fue espléndidamente recompensado.
George Washington (1732-1799), militar de prestigio, fue nombrado por el Congreso de Filadelfia, donde se forjó la causa independentista, generalísimo del ejército norteamericano. La victoria de Yorktown decidió a Londres a firmar el Tratado de París en 1783, reconociendo la independencia de los Estados Unidos. Entendiendo que su labor había terminado, se retiró a su granja de Mount Vernon, en Virginia, para disfrutar de un merecido descanso al lado de su familia.
Es posible que Washington tuviera conocimiento de las cualidades del burro zamorano, un animal corpulento, de pelaje oscuro y largo, resistente, dócil y manso, quizás a través de Gálvez o de alguien de su ejército, interés que se plasmó en encargar al representante norteamericano en España que trasladó la petición al conde de Floridablanca para que permitiera, en este caso, soslayar la prohibición de la salida de esta especie protegida que sólo dependía de la autorización del rey.
Carlos III sentía una gran simpatía y admiración por Washington, y en sus deseos de hacerlas efectivas, estimó que el mejor regalo que se le podía hacer era mandarle dos burros zamoranos; dicho y hecho, el rey ordenó que dos escogidos pollinos le fueran enviados, encargándose el español Gardoqui, gran amigo del ahora granjero, de entregárselos personalmente en nombre de Su Católica Majestad, presente que Washington agradeció ostensiblemente, manifestando su deseo de que así se lo hiciesen saber al monarca español, y así se hizo, como consta en la carta que el historiador Pedro Voltes publica en su Historia insólita de España.
A Su Excelencia el conde de Floridablanca.
Señor: He de tributar homenaje a Su Majestad por el honor que me ha hecho con su obsequio. Su valor es grande por si mismo, pero resulta inestimable por la forma y la mano de la que procede.
Le ruego, por tanto, señor, que comunique al rey mis gracias por los garañones con que ha tenido la bondad de obsequiarme, y asegure a Su Majestad mi agradecimiento sin límites por una muestra tan condescendiente de su real merced.
Que una larga vida, una salud perfecta y gloria inmarcesible acompañe al reinado de Su Majestad, como es mi ferviente deseo.
Con gran respeto y consideración, tengo el honor de ser, señor, su más obediente y reconocido servidor.
G. Washington.
Washington fue el primer presidente de los Estados Unidos (1789-1793), siendo elegido
para una segunda legislatura (1793-1797), negándose a presentarse a una tercera, prefiriendo su retiro de Virginia, donde falleció en 1799, mientras, seguramente, el rucio (uno murió en el viaje) correteaba por el prado de la granja del father of our country, título con que lo honró, y lo sigue honrando, la nación americana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario