A. Casas.
Construir grandes navíos es un ideal que reza desde los tiempos más remotos y que, la mayoría de las veces, no es más que un alarde de ostentación que se manifiesta, principalmente, en aspirar a lo descomunal a la vez que espléndido y temible en perjuicio, generalmente, de la eficacia y utilidad. Se trataba, sobre todo, de que constituyeran un símbolo de opulencia y poder.
De este fatuo testimonio naval fueron paladines los reyes y príncipes de la antigüedad, desde los faraones egipcios hasta las talasocracias mediterráneas y los emperadores romanos, sin que debamos dejar atrás tiempos más recientes en los que también se cayó en la tentación de ondear el gallardete azul de su grandeza surcando los mares en vasos monumentales: el Great Eastern, el Titanic, el Aquitania, el Normandie, el Queen Elizabeth, el France, etc., y monumentales debían de ser los 60 pentaconteros (50 remeros) con los que inició el cartaginés Hannón su periplo, pues si las crónicas no nos engañan o no han sido manipuladas, en cada uno de ellos iban embarcados alrededor de 5.000 personas, entre remeros, soldados, sacerdotes, colonos y bailarinas de Cádiz..
Las viejas historias nos hablan de la admiración y temor que inspiraba la galera del faraón Sesostris, con sus costados forrados de oro y su interior de plata. Plutarco nos cuenta que Demetrio de Macedonia construyó naves de quince y dieciséis remeros en cada banco, algo jamás visto hasta entonces, y cuya sola presencia acompañada de su increíble agilidad maniobrera causó tal impresión a los rodios que, amedrentados, se retiraron de la batalla.
Por el filosofo Ateneo sabemos de la galera que armó Hierón de Siracusa, bajo la dirección de Arquímedes, con dos proas y dos popas y 20 ordenes de remos; la nave iba dotada de treinta espaciosos salones, una piscina de agua salada llena de peces, un gimnasio, un parque de árboles y jardines, un templo a Afrodita, una sala de baños, biblioteca, arsenales y establos. Este palacio flotante se lo regaló Hierón a Ptolomeo Filipator enviándoselo cargado con 60.000 modios de trigo (cada modio equivalía a unos 7 kilos), 20.000 quintales de de carne salada, 10.000 tinajas de pescado salado y otras cantidades ingentes de distintas provisiones.
Plutarco nos narra, también, que el macedonio Demetrio no se dejó impresionar, sino que, por el contrario, aventajó a su rival Ptolomeo Filipator construyendo una galera de doscientos ochenta codos de eslora y cuarenta y ocho de puntal, necesitando para impulsarla cuatro mil remeros, cuarenta por banco y con capacidad para una dotación de cuatrocientos tripulantes y tres mil soldados. Sin embargo, el historiador puntualiza que esta colosal parafernalia no sirvió más que de espectáculo, pudiendo ser mirada como un edificio fijo destinado a la vista y no al uso, por ser muy difícil de mover, y aun esto no sin peligro. No así las naves de Demetrio, pues ni su belleza ni el esmero en la construcción las hacía inútiles; sino que más bien eran admirables por su buen movimiento y su buen servicio.
No le queda a la zaga el barco del emperador Aureliano Mano de Hierro (214-275 d. C.), fondeado en el Tíber y en cuya cubierta se celebraban torneos y carreras de caballos. Lucilo, por su parte, mandó hacer uno para que entre otros festejos se corrieran toros, y el de Dionisio de Siracusa que entre su familia, invitados y criados sumaban más de seis mil, organizaba bacanales en alta mar a la luz de la luna llena.
Famosa es la barca Talémago de Cleopatra, rodeada de popa a proa y por ambas bandas de un bosquecillo de palmeras, árboles frutales y plantas de embriagadores efluvios. La popa era de oro y marfil, los remos de plata y las velas de seda; la boga se hacía al rítmico compás de una música suave, mientras la reina, recostada sobre blandos cojines en un pabellón dorado al estilo de los templos de Venus, escuchaba, como arrobada, las duras condiciones que el indoblegable Marco Antonio le imponía en nombre de Roma, sin que a pesar de tan tensos momentos los tambourahs, flautas y sistros dejaran de sonar, las danzarinas de bailar y los criados y doncellas, vestidos de cupidos y de ninfas, de servir manjares y licores. Al final, el que claudicó fue Marco Antonio que arrojó por la borda el casco, la coraza, la espada, las sandalias, todo; y es que de esa forma no se llega a Roma ni preguntando.
Shakespeare, basándose en Plutarco, escribió Marco Antonio y Cleopatra que se estrenó en 1607, describiendo la erótica barca en los más sensuales y empalagosos términos:
La galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía arder sobre el agua. La popa era de oro batido; las velas de púrpura, y tan perfumadas, que dijérase de los vientos languidecían de amor por ellas; los remos, que eran de plata, acordaban sus golpes al son de flautas y forzaban el agua que batían a seguir más aprisa, como enamorada de ellos. En cuanto a la persona misma de Cleopatra, hacía pobre toda descripción. Reclinada en su pabellón, hecho de brocado de oro (vestida con una tela entretejida de oro), excedía a la pintura de esa Venus, donde vemos, sin embargo, la imaginación sobrepujar a la Naturaleza. En cada uno de sus costados se hallaban lindos niños con hoyuelos semejantes a Cupidos sonrientes, con abanicos de diversos colores que, al hacer viento, parecían encender las delicadas mejillas que intentaban refrescar, haciendo así lo que deshacían… En el timón una mujer que se podría tomar por sirena, dirige la embarcación; el velamen de seda se infla baja la maniobra de esas manos suaves como las flores, que llevan a cabo listamente su oficio. De la embarcación se escapa invisible un perfume extraño que embriaga los sentidos…
Si para Horacio, Ovidio, Flavio Josefo, Plinio y otros, Cleopatra, además de muy bella, mereció los títulos de meretriz, cortesana, pasional y ardiente, es indudable que Marco Antonio se enfrentó a ella en evidente inferioridad de condiciones.
El último barco fantástico ha sido el Bucentauro, que todos los años era sacado de los arsenales el día de la Ascensión , para navegar por los canales y celebrar los desposorios con el mar, simbolizando el poderío marítimo de la Serenísima república de Venecia. Era una galera de dos puentes, movida por veintitrés remeros por banda, lujosamente uniformados. Su nombre era debido al centauro montado sobre un toro, a modo de mascarón, labrados de oro y bronce en el tajamar; en su proa se alzaba el trono del Dux, ricamente adornado con incrustaciones de oro, piedras preciosas y estatuas alegóricas repartidas por todo el interior del buque, motivo por lo que también era llamado Aurea Navis. Pero con todo este esplendor terminó Napoleón, mandando arrancarle todas las obras de arte y el oro que contenía: Vanitas vanitatum et omnia vanitas.
Ya lo dijo Séneca:
No es el mejor navío el pintado de colores brillantes, con espolón de plata o de oro macizo, ni el que lleva figuras de marfil que representan a los dioses, sino el de madera fuerte, que resiste el esfuerzo del mar, obedece al timón y aguanta valientemente las velas.
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