jueves, 23 de mayo de 2013

TORMENTAS DE TORBELLINO

Alberto Casas.

            Además de los conocidos vientos permanentes (alisios, o trade winds para los ingleses) y los vientos periódicos (monzones), existen otros muchos con características propias, como los clasificados  como tormentas de torbellino, entre las que destacan los tornados, llamados así los que se producen sobre la superficie del suelo, y si es en la mar se denominan trombas marinas (waterspouts), que suelen aparecer principalmente en los trópicos y generalmente cerca de las costas. Existen historias marítimas que hablan de capitanes que han cruzado las trombas sin daño alguno, pero la prudencia recomienda alejarse del serpenteante tubo que baja del cielo, normalmente cargado de agua dulce.
   El tornado, por lo tanto, es un meteoro terrestre a cuyo estudio se han dedicado eminentes físicos, aunque la teoría más aceptada es la esbozada por Wegener al considerarlo un fenómeno termodinámico que se produce por el choque violento de dos masas de aire, una fría y pesada que al formar torbellinos en las capas altas de la atmósfera desciende bruscamente y a gran velocidad, precipitándose sobre otra caliente y ligera que asciende, formando en su encuentro un embudo (túnel cloud) que en el hemisferio norte gira en sentido contrario a las agujas del reloj desplazándose normalmente hacia el este o el nordeste, avanzando unos 50 kilómetros por hora, mientras el viento puede alcanzar una velocidad de giro que en algunos casos ha llegado a más de 600 kilómetros por hora, devastando todo lo que encuentra a su paso transportando en el aire, durante su recorrido, objetos pesados, casas, coches y árboles y todo lo que opone a su paso. La fuerza de esta turbulencia succionadora está favorecida por la sensible bajada de la presión barométrica que la acompaña a su en su trayectoria.
  

Su anchura alcanza, a veces, más de 1500 metros y una altura que puede alcanzar los 15 kilómetros, aunque su duración rara vez pasa de una hora. Sin embargo, la magnitud de un tornado no se clasifica por sus características dimensionales o de fuerza, sino por sus efectos destructores en bienes, edificios, carreteras, puentes, tendidos eléctricos, víctimas humanas, etc., evaluación  que se mide en la Escala de Fujita elaborada en 1971 en la Universidad de Chicago por Tetsuya Fujita y  Allan Pearson. La intensidad máxima de la escala es F6, que se cree no es probable que se produzca nunca, mientras que la F5, llamada el ojo de Dios, a la que se supone una potencia demoledora similar o superior a la energía que libera una bomba atómica, tampoco ha sido registrada hasta ahora.
   Generalmente suelen presentarse en el periodo comprendido entre marzo y octubre, más habituales en mayo, y su área de actuación abarca diversas áreas de todos los continentes menos la Antártida, pero los más frecuentes se dan en las zonas centrales y del sur de los Estados Unidos, especialmente en el conocido Corredor de los Tornados (Tornados Alley), Texas, Oklahoma, Kansas Y Nebraska, regiones donde se produce el encuentro de las masas frías del Ártico con las cálidas y húmeda del Golfo de Méjico.
  Triste historia dejó el tornado del 18 de marzo de 1925 que asoló un extenso territorio del estado de Nuevo Méjico ocasionando unas 800 víctimas mortales y unas pérdidas materiales de alrededor de 18 millones de dólares de los de entonces. La frecuencia con que esta inmensa fuerza de la naturaleza se da en los Estados Unidos ha hecho que a esta clase  de fenómenos se les llamen tornados norteamericanos.
   En España aparecen esporádicamente, sobre todo en la costa levantina, con relativa poca intensidad, pero en el año 2009, el 1 de febrero y después de más de 300 años, se abatió uno sobre Málaga con inusitada capacidad de destrucción con heridos y grandes daños en la ciudad. Se registró como un tornado F2 con vientos de más de 200 kilómetros por hora.
   Con la misma capacidad de devastación se encuentran las borrascas, o burracas como las llaman los marineros y conocidas en el Cantábrico como galernas, pero, sobre todo, y superando a todos están los ciclones, que reciben el nombre de huracanes en América, y tifones y baguíos en los mares de China y Filipinas. Los ciclones del Atlántico norte (en el sur no se producen) empiezan a formarse en las proximidades de los trópicos comenzando a avanzar miles de kilómetros hacia el oeste hasta alcanzar las proximidades del Caribe donde alcanzan su máxima fuerza, 12 en la escala de Beaufort, que descargan sobre las islas del golfo de Méjico, América Central y el sur de los Estados Unidos, especialmente en los estados de Luisiana y Florida.

   En estos casos, la fuerza del viento que puede superar los 250 kilómetros por hora, y la mar arbolada que levanta olas de más de 10 metros de altura, ocasionan, no sólo catástrofes terrestres, sino desgracias marítimas con naufragios de buques con sus tripulaciones completas o parte de ellas. En su trayectoria forman una parábola cuya curvatura hacia el este se produce a la altura del cabo Hatteras perdiendo paulatinamente su fuerza. A cada ciclón se le asigna un nombre, empezando por la primera letra del abecedario, ya sea masculino o femenino, y solamente en tres idiomas, inglés, francés y español, procurándose no repetir más el del que haya dejado un nefasto recuerdo, como el ciclón Carrie, que en pleno Atlántico, el 21 de septiembre de 1957 alcanzó al Pamir, un brickbarca de 4 palos convertido en buque escuela de la Marina Mercante alemana, desarbolándolo y hundiéndolo. De los 86 tripulantes, de ellos 51 alumnos de edades entre los 14 y 17 años, sólo se salvaron 5 y uno de los cocineros del barco.
    Entre los más peligrosos se encuentran los que hacen inesperadamente un rizo o bucle que les hace aumentar nuevamente su fuerza, y parece ser que esta anomalía fue la que sorprendió al Pamir, pero ya ningún ciclón volverá a llamarse Carrie.


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