domingo, 28 de abril de 2013

AUTO DE FE

Alberto Casas.

                 
AUTO  DE  FE

                En 1680 se celebró en Madrid, con asistencia y en obsequio de Su Majestad Carlos II y de su esposa, la siempre triste e impopular María Luisa de Orleáns, un Auto General de la Fe inolvidable; el espectáculo fue grandioso y la gente salió encantada esperando que pronto se repitiera, pues era algo excepcional que valía la pena volver a contemplar y disfrutar.
   Hay que reconocer que el mérito de la deslumbrante representación fue del Inquisidor General, el Excmo. Sr. Don Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo y Plasencia y  Presidente del Real Consejo de Castilla, que puso todos sus afanes, recursos y ciencia en que el acto fuera del agrado de los reyes y que el numeroso público asistente no saliera defraudado del festejo que, gracias al buen hacer y celo de don Joseph del Olmo, Alcayde y Familiar del Santo Oficio, Ayuda de a Furriela de Su Magestad y Maestro Mayor del Buen Retiro y Villa de Madrid, conocemos en  todos sus detalles.

   El Auto no sólo era un homenaje al Glorioso Triunfo de la Fe contra la herética pravedad , sino que en aquellos momentos era políticamente oportuno para distraer al pueblo del descontento reinante por los graves quebrantos económicos que estaba produciendo la reforma monetaria y, además, para animar a la aburrida reina acostumbrada a las divertidas y chispeantes fiestas de la Corte parisina, razones por las que el duque de Medinaceli, don Juan Francisco de la Cerda Enriquez Afán de Rivera,  tuvo la feliz idea de organizar un Auto de Fe cuyo anuncio se pregonó el 30 de Mayo de 1680, fecha que coincidía con la festividad de San Fernando, canonizado ese año, y con la de la Ascensión del Señor.
   El solemne cortejo, llamado el Escuadrón de la Fe, estaba formado por ciento cincuenta Familiares del Santo Oficio montados en gallardos y generosos caballos, y ellos vestidos y encintados con joyas y veneras de diamantes y otras piedras preciosas. La comitiva, enarbolando los dos estandartes de la Inquisición, el de la Cruz Verde sobre campo negro, con un ramo de olivo a su derecha, símbolo del perdón, y una espada en su lado siniestro, símbolo de la Justicia, y el de la Cruz Blanca, blasón de la fe irreducible, recorrió las calles de Madrid haciendo ocho paradas para dar lectura al siguiente bando a cargo de don Lucas López de Moya, Familiar y Notario de Numero de la Inquisición de esta Corte.

Sepan todos los vecinos y moradores de esta Villa de Madrid, Corte de Su Majestad, estantes y habitantes en ella, como el Santo Oficio de la Inquisición de la Ciudad y Reino de Toledo celebra Auto público de la Fe en la Plaza Mayor de esta Corte, el domingo 30 de Junio de este presente año, y que se les conceden las gracias e indulgencias por los Sumos Pontífices dadas a todos los que acompañaren y ayudaran a dicho Auto. Mándase publicar para que venga a noticias de todo”.

   De los preparativos se ocuparon distintas Comisiones encargadas de que nada faltara ni nada fallara: reposteros, colgaduras de damasco carmesí, alfombras, tapices, velas con la insignia del Santo Oficio, asientos, adornos, vestuario de los reos, refrescos, arreglo del teatro montado en la Plaza Mayor a imagen y semejanza del estrado al que todos subiremos el día del Juicio Final en el  valle de Josafat, y en las ventanas y calles por donde debía pasar la comitiva, clarines y timbales que con armonioso ruido solemnizaran la acción. Se creó, expresamente para tan extraordinario evento, una compañía de alabarderos y 250 Soldados de la Fe armados con mosquetes, arcabuces y picas, vestidos de raso negro y cabos de tela de guarniciones de encaje fino de plata, plumas blancas y negras en los sombreros y relucientes alabardas en las manos, velando el orden público y todo lo necesario para el buen funcionamiento del brasero situado en la Puerta de Fuencarral; ésta fuerza estaba mandada por el marqués de Malpica montado en caballo tordillo con silla de plata y el caballero vestido de tafetán negro bordado de blanco y plata y luciendo venera de diamantes escoltado por dieciocho lacayos vestidos de paños de holanda con guarniciones de oro. Detrás iba un coche rico de terciopelo, blanco y verde, que tiravan cuatro caballos.

   El Paseo Triunfante, como se denominó el fastuoso cortejo, empezó la tarde del día el 29 de Junio con un impresionante desfile en el que participaban los Regidores de la Villa, Maestres de Campo, Gentiles Hombres de la Cámara de S. M., los Niños de la Doctrina, Cofradías, el estandarte real portado por el duque de Medinaceli, Caballero del Toisón de Oro y Primer Ministro; a continuación seguían los Grandes de España, Caballeros de las Ordenes Militares (Santiago y Calatrava), padres capuchinos, recoletos, agustinos, mercedarios, trinitarios, carmelitas, mínimos, franciscanos y dominicos; ministros, notarios de la corte, mayordomos, comisarios, corregidores, consultores y calificadores; alabarderos, Familiares del Santo Oficio y, por último, con majestuosa pompa, vestido de morado con muceta, falda larga de chamelote de aguas con sombrero de que pendían borlas y cordones, el Inquisidor General acompañado del Tribunal de la Corte, Alguaciles, Secretarios, Fiscales, Consejo Supremo de la Santa y General Inquisición, Vicarios, Diáconos y Canónigos, llevando delante los reos, 118, con sus Sambenitos y corozas; 34 estaban representados en estatua (muertos, fugitivos y ausentes), y el resto constituido por  bígamos, apostatas, alumbrados y judaizantes convertidos, quedando 18 condenados a la hoguera, de los que 5 eran mujeres y 12 iban maniatados y amordazados.
            Luego vino la Misa Mayor que duro más de doce horas, sermones, lectura de las causas y sentencias. Las condenas fueron variadas: cárcel perpetua, destierro, azotes, 5 años en galeras, confiscación de bienes y, para remate, la apoteosis final con la conducción al brasero de los relajados al brazo seglar; unos ejecutados por garrote y los pertinaces al fuego; después, los cadáveres fueron quemados hasta quedar convertidos en cenizas.
   Fin del Auto y de la Relación del Sr. del Olmo, Dedicado al Rey N. S. Carlos Segundo Gran Monarcha de España y del Nuevo Mundo, que Dios guarde. La relación la termina con un Laus Deo, a modo de colofón.

El Auto no sólo era un homenaje al Glorioso Triunfo de la Fe contra la herética pravedad , sino que en aquellos momentos era políticamente oportuno para distraer al pueblo del descontento reinante por los graves quebrantos económicos que estaba produciendo la reforma monetaria y, además, para animar a la aburrida reina acostumbrada a las divertidas y chispeantes fiestas de la Corte parisina, razones por las que el duque de Medinaceli, don Juan Francisco de la Cerda Enriquez Afán de Rivera,  tuvo la feliz idea de organizar un Auto de Fe cuyo anuncio se pregonó el 30 de Mayo de 1680, fecha que coincidía con la festividad de San Fernando, canonizado ese año, y con la de la Ascensión del Señor.
   El solemne cortejo, llamado el Escuadrón de la Fe, estaba formado por ciento cincuenta Familiares del Santo Oficio montados en gallardos y generosos caballos, y ellos vestidos y encintados con joyas y veneras de diamantes y otras piedras preciosas. La comitiva, enarbolando los dos estandartes de la Inquisición, el de la Cruz Verde sobre campo negro, con un ramo de olivo a su derecha, símbolo del perdón, y una espada en su lado siniestro, símbolo de la Justicia, y el de la Cruz Blanca, blasón de la fe irreducible, recorrió las calles de Madrid haciendo ocho paradas para dar lectura al siguiente bando a cargo de don Lucas López de Moya, Familiar y Notario de Numero de la Inquisición de esta Corte.

Sepan todos los vecinos y moradores de esta Villa de Madrid, Corte de Su Majestad, estantes y habitantes en ella, como el Santo Oficio de la Inquisición de la Ciudad y Reino de Toledo celebra Auto público de la Fe en la Plaza Mayor de esta Corte, el domingo 30 de Junio de este presente año, y que se les conceden las gracias e indulgencias por los Sumos Pontífices dadas a todos los que acompañaren y ayudaran a dicho Auto. Mándase publicar para que venga a noticias de todo”.

   De los preparativos se ocuparon distintas Comisiones encargadas de que nada faltara ni nada fallara: reposteros, colgaduras de damasco carmesí, alfombras, tapices, velas con la insignia del Santo Oficio, asientos, adornos, vestuario de los reos, refrescos, arreglo del teatro montado en la Plaza Mayor a imagen y semejanza del estrado al que todos subiremos el día del Juicio Final en el  valle de Josafat, y en las ventanas y calles por donde debía pasar la comitiva, clarines y timbales que con armonioso ruido solemnizaran la acción. Se creó, expresamente para tan extraordinario evento, una compañía de alabarderos y 250 Soldados de la Fe armados con mosquetes, arcabuces y picas, vestidos de raso negro y cabos de tela de guarniciones de encaje fino de plata, plumas blancas y negras en los sombreros y relucientes alabardas en las manos, velando el orden público y todo lo necesario para el buen funcionamiento del brasero situado en la Puerta de Fuencarral; ésta fuerza estaba mandada por el marqués de Malpica montado en caballo tordillo con silla de plata y el caballero vestido de tafetán negro bordado de blanco y plata y luciendo venera de diamantes escoltado por dieciocho lacayos vestidos de paños de holanda con guarniciones de oro. Detrás iba un coche rico de terciopelo, blanco y verde, que tiravan cuatro caballos.
  

El Paseo Triunfante, como se denominó el fastuoso cortejo, empezó la tarde del día el 29 de Junio con un impresionante desfile en el que participaban los Regidores de la Villa, Maestres de Campo, Gentiles Hombres de la Cámara de S. M., los Niños de la Doctrina, Cofradías, el estandarte real portado por el duque de Medinaceli, Caballero del Toisón de Oro y Primer Ministro; a continuación seguían los Grandes de España, Caballeros de las Ordenes Militares (Santiago y Calatrava), padres capuchinos, recoletos, agustinos, mercedarios, trinitarios, carmelitas, mínimos, franciscanos y dominicos; ministros, notarios de la corte, mayordomos, comisarios, corregidores, consultores y calificadores; alabarderos, Familiares del Santo Oficio y, por último, con majestuosa pompa, vestido de morado con muceta, falda larga de chamelote de aguas con sombrero de que pendían borlas y cordones, el Inquisidor General acompañado del Tribunal de la Corte, Alguaciles, Secretarios, Fiscales, Consejo Supremo de la Santa y General Inquisición, Vicarios, Diáconos y Canónigos, llevando delante los reos, 118, con sus Sambenitos y corozas; 34 estaban representados en estatua (muertos, fugitivos y ausentes), y el resto constituido por  bígamos, apostatas, alumbrados y judaizantes convertidos, quedando 18 condenados a la hoguera, de los que 5 eran mujeres y 12 iban maniatados y amordazados.
            Luego vino la Misa Mayor que duro más de doce horas, sermones, lectura de las causas y sentencias. Las condenas fueron variadas: cárcel perpetua, destierro, azotes, 5 años en galeras, confiscación de bienes y, para remate, la apoteosis final con la conducción al brasero de los relajados al brazo seglar; unos ejecutados por garrote y los pertinaces al fuego; después, los cadáveres fueron quemados hasta quedar convertidos en cenizas.
   Fin del Auto y de la Relación del Sr. del Olmo, Dedicado al Rey N. S. Carlos Segundo Gran Monarcha de España y del Nuevo Mundo, que Dios guarde. La relación la termina con un Laus Deo, a modo de colofón.







miércoles, 24 de abril de 2013

LA EXPEDICIÓN FILANTRÓPICA DE LA VACUNA


Alberto Casas.

            Durante siglos la viruela ha simbolizado una de las grandes calamidades de la humanidad, Ángel exterminador y Dama negra eran unos de los muchos nombres que le adjudicaban, y que, todavía en el siglo XVIII, causaba más de dos millones de muertos en Europa. Se trata de una infección aguda exantemática que se presenta con erupciones en la piel y en las mucosas que dejan cicatrices en la cara y en el cuerpo, y que puede ser letal, sobre todo para ancianos y embarazadas. Existía la creencia de que un remedio para combatirla consistía en recluir al enfermo en una habitación empapelada de rojo e iluminada con luces del mismo color, terapia antiquísima importada de China.

   El 14 de mayo de 1796 figura entre las efemérides más importantes de la Historia, al ser la fecha del descubrimiento de la vacuna antivariólica (cow pox) por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823), que permitió la inmunización contra la terrible enfermedad y abrió las vías de su total erradicación. Pero esta plaga era desconocida en América, y en México apareció por primera vez durante la expedición de castigo contra Hernán Cortés que emprendió Pánfilo Narváez en 1520, el cual llevaba consigo un esclavo negro llamado Francisco Eguía, infectado del mal, aunque ya antes, en 1519, la epidemia devastó Santo Domingo. Para los conquistadores era un castigo divino contra los infieles, y al respecto López de Gómara apostilla: me parece que pagaron aquí las bubas que pegaron a los nuestros (Historia General de las Indias). Los mejicanos bautizaron la plaga con el nombre de Teozaguatl (grano divino).
   El mal se propagó por todo el continente americano con epidemias que se repetían  cada siete u ocho años, diezmando regiones enteras carentes de asistencia médica y mal alimentada. El descubrimiento del método profiláctico  se produjo al observar que los granjeros que tenían contacto con las vacas que padecían pústulas en las ubres (viruela vacuna), eran invulnerables a la viruela humana. Extrayendo el pus de los granos e inyectándolo a hombres y mujeres, se comprobó que no eran contaminados por la epidemia que en aquella época asolaba Inglaterra.

   Uno de los problemas era el de la conservación de la vacuna, especialmente, para su transporte a tierras lejanas, como era el caso de América desde Europa, cuestión que resolvió el genio de un médico español, Francisco Javier de Balmis y Berenguer (Alicante 1753- Cádiz 1819), contemporáneo de Jenner, que ideó el método de llevarla hasta las colonias españolas de ultramar donde la afección hacía estragos apocalípticos. Presentado su proyecto a Carlos IV, éste lo asumió como propio, encargando a Balmis la organización de una expedición destinada a la vacunación de las colonias más castigadas de ultramar, así como la formación especializada de personal sanitario que  continuara las atenciones que precisaran la pestilente enfermedad.    
    Balmis preparó concienzudamente el equipo que debía acompañarle en su misión, compuesto por:

            Director: Francisco Javier Balmis y Berenguer.
            Subdirecto: José Salvany y LLopart.
            Ayudantes: Manuel Julián Grajales, Antonio Gútierrez Robledo.
            Practicantes: Francisco Pastor Balmis, Rafael Lozano Pérez.  
            Enfermeros: Basilio Bolaños, Pedro ortega, Antonio Pastor.

   Para la travesía se contrató la corbeta tres palos, María Pita, de 200 toneladas, al mando del Teniente de fragata Pedro del Barco y España, de Somorrostro, que a su regreso fue ascendido a Teniente de navío. A bordo se embarcaron 22 niños, sacados del Colegio de Expósitos de La Coruña, supuestamente entre 8 y 10 años, aunque en la relación que figura en el Archivo General de la Nación Mejicana, sólo nombran 21:

Vicente Ferrer (7 años), Pascual Aniceto (3 años), Martín (3 años), Juan Francisco (9 años), Tomás Melitón (3 años), Juan Antonio (5 años), Nicolás de los Dolores (3 años), Antonio Veredia (7 años), Francisco Antonio (9 años), Clemente (6 años), Manuel María (3 años), José Manuel María (6 años), Domingo Naya (6 años), Andrés Naya (8 años), José (3 años), Vicente Sale (3 años), Cándido (7 años), Francisco Florencio (5 años), Gerónimo María (7 años), Jacinto (6 años), BenitoVelez, adoptado por Isabel Sendales y Gómez,
   

Isabel es uno de los personajes más importantes de la expedición, por su dedicación y colaboración, pero especialmente por su continua, esmerada y maternal atención a los niños, a los que, empleando la técnica de brazo a brazo de Jenner, se les iba inyectando la linfa variólica en sus brazos, y pasada una semana, se les extraía el liquido de la pústula inoculada para inyectársela a otros dos, y así, sucesivamente, hasta llegar a Puerto Rico, comenzando de inmediato la campaña. De allí partieron a Venezuela, en la que se separó parte de la expedición, que dirigida por el médico Salvany, emprendieron la labor profiláctica encomendada en Panamá, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile, mientras que Balmis, desde Venezuela, navegó hasta Méjico recorriéndolo de punta a cabo, así como Guatemala, dejando a los niños en Veracruz para su retorno a España, reemplazándolos por otros. En Acapulco se embarco en el Magallanes rumbo a las Filipinas, a las que arribó tras una larga y penosa navegación. Reclamado por las autoridades chinas y portuguesas, hizo la travesía hasta Macao en el navío La Diligencia que fue totalmente desmantelado por un tifón que además ocasionó 20 victimas. Más tarde, en Cantón, realizó un meritísimo trabajo que era la primera vez que en China se recibía, y cuyos excepcionales resultados reconocieron y agradecieron.
    Dando por finalizada su humanitaria obra emprendieron, desde Cantón, el regreso a España  a bordo de Bom Jesús de Alem, cruzando el Indico y doblando el cabo de Buena Esperanza para adentrarse en el Atlántico, haciendo escala en la isla de Santa Elena en la que vacunaron a la guarnición inglesa allí estacionada. Finalmente, atracaron en Lisboa en Agosto de 1806, desde la que Balmis se trasladó a Madrid para informar a S. M.
   El heroico periplo sanitario causó una gran conmoción, admiración y gratitud en el mundo entero, y el propio Jenner escribió:

No me imagino que en los anales de la Historia haya un ejemplo filantrópico tan noble y tan extenso como éste.
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sábado, 20 de abril de 2013

ESCORBUTO

Alberto Casas.

ESCORBUTO.- Enfermedad general, producida por la escasez o ausencia en la alimentación de determinados principios vitamínicos, y caracterizada por hemorragias cutáneas y musculares, por una  alteración especial de las encías y por fenómenos de debilidad general. (RAE).

Pigafetta, el cronista de la primera vuelta la mundo, en una de las singladuras anotadas en su Relación del viaje, leemos:

El miércoles 28 de noviembre (1520) desembocamos por el Estrecho (Magallanes) para entrar en el gran mar, al que dimos enseguida el nombre de Pacifico, y en el cual navegamos durante el espacio de tres meses y veinte días, sin probar ni un alimento fresco. El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de ratas. El agua que nos veíamos obligados a beber, estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuerpo siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de aserrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una. Sin embargo, esto no era todo. Nuestra mayor desgracia era vernos atacados de una especie de enfermedad que hacía hincharse las encías hasta el extremo de sobrepasar los dientes en ambas mandíbulas, haciendo que los enfermos no pudiesen tomar ningún alimento. De estos murieron diecinueve; además de los muertos, teníamos veinticinco marineros enfermos que sufrían dolores en los brazos, en las piernas y en algunas otras partes del cuerpo….
           
   Este espeluznante relato se repite en el viaje de vuelta de la nao Victoria, en la que y por las mismas circunstancias fallecieron veintiún hombres. Esta enfermedad ya era conocida por los portugueses en sus largas expediciones a la India, y el propio San Francisco Javier la padeció durante la navegación a dicho país desde Lisboa. 

   Estamos hablando del escorbuto, un mal que ha producido entre la gente de mar más muertos que en las batallas navales y en los naufragios, todos juntos, incluidas las enfermedades que más corrientemente atacaban a las tripulaciones en viajes largos, la malaria, el tifus, llamado la fiebre de los barcos, la tuberculosis, la fiebre amarilla, la sífilis y otras. Especialistas en el tema han calculado que el escorbuto ha sido la causa de más de dos millones de muertos, especialmente entre la marinería, los perros escorbúticos, ya que, generalmente, la oficialidad resultaba menos afectada por razones obvias de limpieza, aseo personal y mejor alimentación entre otros factores. Estas condiciones patológicas redujeron al extremo las tripulaciones de los grandes periplos marítimos; Cabral, Bouganville, Jacques Cartier, que se salvó del mal y a sus tripulantes pacientes, gracias a la infusión de hojas de cedro blanco, método que le enseñó un indio iroqués. En la guerra de los Siete Años, la armada inglesa perdió más de 130.000 hombres infectados por este mal, y la escuadra de Anson (6 navíos) en su campaña de apresar naves españolas, regresó a Londres con un solo barco, el Centurión, y unos 300 hombres de los1200 que componían la flota; el resto los sepultó el escorbuto en la mar.
   A pesar de ser una enfermedad que puede aparecer tanto en tierra como en la mar y en regiones frías (Vitus Bering murió de escorbuto) o calurosas, pronto se impuso la creencia de que era esencialmente un mal marítimo y propio, especialmente, de las regiones tropicales, por lo que empezó a ser denominada con distintos nombres, como fiebre de los mares, asesino gris, peste de las naos, y para una gran mayoría se trataba de un castigo divino.
  
De sobra eran conocidos sus efectos, pero no sus causas. Se sabía que los alimentos frescos la curaban, o, en todos los casos, no se presentaba; sin embargo, la dificultad estribaba en que las frutas, verduras y hortalizas se consumían pronto ya que se carecía entonces de medios de conservación, por lo que, forzosamente, se recurría a los productos secos y salados más duraderos. Estas circunstancias, a las que se añadían las pésimas condiciones higiénicas de los navíos, hacinamiento de la marinería en los sollados con la consiguiente falta de ventilación, la abundancia de piojos, gorgojos, gusanos, ratas (como en el relato de Pigafetta, Anson relata que en su barco las ratas llegaron a cotizarse a 4 dólares la pieza), el trabajo agotador de la marinería y la ingestión de víveres y agua podridos, eran factores a los que, con bastante razón, se achacaban la manifestación del terrible mal, al que, en el siglo XVIII, empezó a combatirse con jugos de naranja, limón y lima, remedios milagrosos, cuyo enigma no se descubrió hasta los primeros años de la década de los treinta en el siglo XX.
   En España no existían problemas de abastecimiento de estos frutos dada su abundancia, aunque también se cargaban grandes cantidades del vino que se almacenaba en Sanlúcar de Barrameda para su embarque, pues la experiencia había enseñado que se trataba de un eficaz agente con propiedades preventivas y curativas del apocalíptico mal de los mares.  
   La causa de la terrible afección es la carencia de ciertos elementos vitamínicos (avitaminosis), especialmente el ácido ascórbico, principio esencial de la vitamina C, contenido en los alimentos frescos y que el organismo humano no sintetiza al contrario que el resto de los animales, inmunes por tanto al escorbuto, a excepción de algunas especies como los gorilas y los murciélagos.
   Tras años de investigación, en 1932, el húngaro Albert Szent.- Gyorgyi logró desvelar el milenario secreto al aislar el ácido hexurónico que por sus propiedades antiescorbúticos recibió el nombre de acido ascórbico,  y un año más tarde el polaco-suizo Tadeus Reichstein descifró su estructura molecular y el método de sintetizarlo comercialmente y emplearlo como aditivo a determinados productos alimenticios con  escasez de vitamina C.
   Por sus descubrimientos ambos científicos recibieron el premio Nobel, en Fisiología o Medicina, en 1937 Szent. - Gyorgyi y en 1950 Reichstein. 




martes, 16 de abril de 2013

LA NIÑA DOLORES

Alberto Casas.          

   Las relaciones entre las cortes de Rusia y España se mantenían en un nivel de diplomática frialdad al negarse los monarcas españoles a conceder a los zares el título de Emperadores, obstáculos que desaparecen con Carlos III al reconocerlo en 1763, complaciéndose en darle a la emperatriz de las Rusias, Catalina, el tratamiento de Imperial. Satisfecha Catalina II, las relaciones entre Madrid y San Petersburgo volvieron a la normalidad.

   Sin embargo, cunde la alarma cuando el rey de España es informado de la presencia de colonos rusos en la costa noroccidental de América (Alaska), con asentamientos comerciales, especialmente dedicados a las pieles, en una amplia faja de territorio comprendido entre los 55º y 65º, así como la sospecha de que esta expansión podía continuar hacia el sur, poniendo en peligro el dominio de los españoles en California, razón por la que se proyectan una serie de campañas encaminadas a explorar las costas del norte (Nueva Galicia) proclamando la soberanía de España sobre las tierras que se descubran.
   Con esta intención, desde el apostadero de San Blas, en Jalisco, fundado por José de Gálvez, el Virrey Antonio María de Bucareli ordena una serie de expediciones destinadas, por una parte, a reforzar las dotaciones de los presidios de Monterrey, fundado en 1602 por Sebastián Vizcaíno, de Huelva, así como los de San Diego, San Francisco, Reina de los Ángeles y Sonora, y, por otra, barrer las costas al norte de California para comprobar las informaciones sobre la existencia de colonias rusas.
   Las incursiones más importantes fueron las realizadas en 1774 por Juan Pérez Hernández que alcanzó los 55º de latitud a bordo de la fragata Santiago; en 1775 por Bruno de Hezeta, el criollo Francisco de la Bodega y Cuadra y Juan de Ayala que al mando, respectivamente, de las fragatas Santiago y Sonora, ésta última conocida como la Felicidad, y el paquebote El Mexicano, llegaron hasta los 58º, la actual Columbia Británica. Una copia de las cartas de esta expedición las utilizó el capitán Cook en su periplo de circunvalación al mundo; en 1779, Ignacio Fernando de Arteaga y Bazán (Aracena, 17-02-1731), y Cuadra, con las corbetas Nª Sª del Rosario, conocida como Princesa, y Nª Sª de los Remedios, llamada la Favorita, recién botadas en Guayaquil, navegaron hasta 61º. En este viaje, el alférez Mourelle en su Diario, además de los acaecimientos de la navegación, levantó planos y cartas, anotó la flora y la fauna de las regiones exploradas y las costumbres de los nativos, y situó la posición del monte San Elías (5.984 m.), así bautizado en 1741 por el danés Bering al servicio de Rusia.
   Pero no es hasta ese año, 1741, cuando se produce el primer contacto real entre rusos y españoles. Ese mismo año citado, el navío San Pablo, al mando del capitán Alexei Tchirikov, envió dos botes a tierra en busca de agua, pero lo que encuentran es un navío español con el que los barbudos cruzan palabras en un extraño lenguaje que indudablemente no podía ser otro que el ruso. Los botes, una vez hecha la aguada, desaparecen entre la niebla sin que nunca más se supiera de ellos; en uno, el más grande, iba el patrón Dementiev con nueve marineros, y al no aparecer, seis días después se echó al agua otro más pequeño tripulado por el contramaestre Savelev, el carpintero Polkonikov, el calafate Gorin y el marinero Fadieu.
   Tchirikov, después de un largo periodo de espera y búsqueda, no tuvo otra opción que darlos por perdidos, decidiendo retornar al puerto de partida, Petropavlovsk en la peninsula de Kamchatka, mandando recoger el agua de lluvia ya que se había quedado sin lanchas para buscarla en tierra. El almirante Vitus Bering Jonassen, al mando del San Pedro, llevaba como lugarteniente a Tchirikov en esa expedición que las nieblas y una espantosa tormenta los separó sin que volvieran a encontrarse, y en la que Bering y la mayoría de los tripulantes fallecieron de escorbuto. El San Pedro y el San Pablo eran dos barcos gemelos expresamente construidos para este viaje en 1738. Tenían 24 metros de eslora y una capacidad de carga de 100 toneladas.     Además de su exploración de la costa norte de America, llevaban la  misión secreta de buscar la Tierra de Gama, una fabulosa isla en medio del Pacifico que se rumoreaba había descubierto en 1589 el navegante portugués Joao de Gama. Naturalmente, no lo hallaron.
   Confirmada la presencia de los súbditos de Su Majestad Imperial, zarpan de San Blas la fragata Princesa y el paquebote San Carlos al mando de Esteban José Martínez y de Gonzalo López de Haro que contactaron con la factoría de Kodiak, en Alaska (Tierra Grande), fundada por el comerciante Igor Shelikov, donde fueron amistosamente recibidos por los rusos. Este acercamiento de carácter oficial lo aprovechó España para presentar a la corte de San Petersburgo su soberanía sobre las tierras al sur del paralelo 61º. En estas expediciones se corrieron grandes riesgos, tanto por las bajas temperaturas, como por los hielos flotantes, los huracanes, las nieblas y el escorbuto que mermó a gran parte de las tripulaciones.
   La bonanza de las relaciones entre ambos países y especialmente de los intereses rusos en Alaska, impulsó al noble Nikolai Petrovich Rezanov, socio del comerciante de pieles Shelikov, a dirigir su buque Juno a San Francisco para arrancar un tratado comercial de su gobernador don José Darío Arguello, uno de los fundadores de la ciudad de Los Ángeles, que finalmente consiguió, pero de acuerdo con las condiciones que impuso el estricto gobernador.

   Pero durante las conversaciones, visitas y el trato siempre cordial de los anfitriones, surge el amor entre el apuesto oficial y la hija del gobernador, María Dolores de la Concepción, a quien todos llamaban Niña Dolores, de quince años recién cumplidos, relación consentida y aprobada, quedando ambos comprometidos a casarse en cuanto Rezanov resolviera sus asuntos en Rusia: la entrega del Tratado Comercial, la autorización del zar, del Papa y del rey de España para la celebración de la boda, gestiones que estimó quedarían ultimadas en el plazo de tres años.
   La novia nunca se enteró de que su hombre había fallecido en Krasnoyarsk, a consecuencia de una pulmonía que contrajo en las heladas y húmedas llanuras siberianas cuando se dirigía a San Petersburgo para preparar el regreso junto a su Niña Dolores. Sin embargo, ella le esperó hasta su muerte, rechazando todas las proposiciones matrimoniales que a lo largo del tiempo se le presentaron. Al cabo de unos treinta años ingresó en un convento de Monterrey.
   Había prometido esperar y cumplió la palabra dada mientras tuvo vida










viernes, 12 de abril de 2013

EL EMPERADOR DE ARAUCANIA

Alberto Casas.

            Se lo crea usted, o no se lo crea, la verdad de la buena es que hace ya siglo y medio existió el “Reino de la Araucania y la Patagonia”, con su rey, su Constitución, su bandera y su todo, es decir, que este reino, efímero y rocambolesco, ha entrado, se quiera o no, en la Historia, eso sí, por la puerta falsa. La dinastía fue fundada por Aurelio Antonio I que tan sólo reinó año y medio, a quien sucedió Aquiles I el Diplomático;  a Aquiles le siguió Antonio II el Filósofo, al que la muerte temprana apartó de los áulicos oropeles, ocupando el solio su hija Laura Teresa I, viuda ella, a quien después de un largo reinado heredó su hijo Juan Antonio III, y, en la actualidad, pasea sus derechos al trono Monsieur Felipe Beury. Se ha de aclarar que a ninguno de estos monarcas les apeteció darse un garbeo por sus dominios y parlamentar con sus otrora fieles súbditos.
   Los extravagantes césares gobernaban, desde la lejanía, un extensísimo territorio formado por dos regiones perfectamente diferenciadas: la impenetrable Araucania cantada por Alonso de Ercilla, y las interminables e inexploradas estepas de la Patagonia. La primera, habitada por los indómitos araucanos a quienes ni los españoles ni los chilenos lograron subyugar, por lo que los límites de su término eran llamados La Frontera.
  
No ha habido rey que jamás sujetase
esta soberbia gente libertada,
ni extranjera nación que se jactase
de haber dado en sus términos pisada,
ni comarcana tierra que osase
mover en contra y levantar espada.
Siempre fue exenta, indómita, temida,
de leyes libre y de cerviz erguida.

(Alonso de Ercilla. La Araucana. Canto I).

    La Patagonia estaba habitada por los Tehuelches o gennakes, a quienes los españoles de la expedición de Magallanes llamaron Patagones, extendiéndose la leyenda de que se trataba de una raza de gigantes, en virtud del relato que hace en 1520 Pigafetta, el cronista de la primera vuelta al mundo, durante la estancia de la flota magallánica en el Puerto de San Julián:

Un día en que menos lo esperábamos se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. Estaba sobre la arena casi desnudo, y cantaba y danzaba al mismo tiempo, echándose polvo sobre la cabeza…Este hombre era tan grande que nuestras cabezas llegaban apenas a su cintura…Nuestro capitán (Magallanes) llamó a este pueblo patagones.

   Esta raza, prácticamente extinguida, si es que realmente existió, andaba de un lado para otro viviendo, fundamentalmente, de la caza: guanacos, pumas, avestruces, etc, de cuya carne se alimentaban y con sus pieles, por una parte, se vestían, y por otra, las vendían al hombre blanco que las pagaban con la moneda preferida de los indígenas: el aguardiente. Estas extensas comarcas estaban dejadas de la mano de Dios y de la civilización, hasta que un 28 de febrero de 1858 arribó al puerto de Coquimbo, en el norte de Chile, un pintoresco personaje ávido de aventuras y de sueños de grandeza.
    Orélie Antoine de Tounens había nacido el 12 de mayo de 1825 en La Chaise, un pueblecito de la Dordoña, y desde sus años de garçon mostró una desmedida afición a la lectura de libros de viajes y exploraciones, especialmente los dedicados a los países de América del Sur, donde, por entonces, aún quedaba mucha tierra virgen y poco conocida, terreno ideal para los quiméricos propósitos que bullían en su magín, concentrados en los vastos pagos de la Araucania, para los que diseñó la bandera y redactó una Constitución basada en los principios que regían la Carta Magna francesa.
   Dicho y hecho, en 1860 partió desde Valdivia a su destino sureño, incorporándose a una caravana de mercaderes para penetrar en los salvajes territorios, donde buscó el contacto con las comunidades mapuches, logrando el apoyo del lonco (máxima autoridad) José Santos Quilapán, enfrentado al ejército chileno encargado de llevar a cabo los proyectos del gobierno de colonizar aquellas tierras. Los planes de Orélie Antoine convenían a Quilipán que no tuvo inconvenientes en convencer al resto de los caciques, lo que permitió al francés a dictar su primer decreto, el 28 de Noviembre de 1860, proclamándose, por la gloria de Dios, rey de la Araucania. Lo asombroso fue que los loncos y toquis (jefes militares) de las regiones patagónicas comunicaron a Quilapán su firme deseo de formar parte del reino de Araucania.
  
En el campo de las relaciones internacionales, ningún país, empezando por Francia, se tomó en serio lo que se consideraba una boutade, pero lo más chocante era la indiferencia total del gobierno chileno hacia la situación creada en unas tierras de su soberana jurisdicción. Mientras tanto, Su Majestad Antonio I, para consolidar su poder, concibió el disparatado proyecto de reunir un ejército de treinta mil indios para desalojar los destacamentos chilenos emplazados en las orillas del río Bio-Bio, intenciones que las autoridades desbarataron apresando al monarca cuando, solo y sin escolta, descansaba plácidamente debajo de un manzano a las orillas del río Malleco, un afluente del Bio Bio. Al parecer fue delatado por uno de sus criados llamado Rosales, que por su traición recibió un premio  de 50 pesos fuertes.
   El rey previendo su inminente fusilamiento, redactó testamento considerando que, en previsión de nuestro fallecimiento…, estableciendo la línea sucesoria a la corona, aunque era soltero y soltero murió. Afortunadamente, su proceso fue trasladado a la justicia civil en la ciudad de Santa María de los Ángeles que lo condenó por perturbador del orden público a 10 años de de cárcel penitenciaria, pero, finalmente, prevaleció la actuación de la diplomacia francesa alegando que el procesado no se hallaba en el pleno goce de sus facultades. La causa fue sobreseída ordenándose la reclusión del reo en la Casa de Orates de Santiago, en la que no llegó a ingresar pues fue reclamado por el Cónsul general de Francia, quien lo embarcó en Valparaíso en el navío de guerra francés Duguay Trouin para su repatriación.
   Durante su destierro en Francia organizó su Corte repartiendo títulos nobiliarios y condecoraciones de la Orden de la Estrella del Sur por él creada, aunque también sufrió reveses que le afectaron gravemente, como la excomunión que dictó en 1865 Pio IX contra la masonería en cuyas listas se encontraba su nombre; Orelie reclamó su perdón y arrepentimiento  por los errores cometidos, absolución que le fue concedida.
    Pero un rey en el exilio es, si cabe, más rey todavía. Este sentimiento le llevó a realizar cuatro intentos de recuperar su reino, muchas veces sufriendo toda clase de penalidades y con la milicia chilena pisándole los talones. Tras su última tentativa y forzoso retorno a Francia, enfermo y en la miseria, entregó su alma soberana a Dios el 19 de Septiembre de 1878.
   Pero como hemos indicado arriba, la exiliada realeza araucana - patagónica ha seguido, y sigue, viva y coleando concediendo títulos, cruces y medallas previo pago, naturalmente, de su importe.


martes, 9 de abril de 2013

LOS CALIFAS RUBIOS

Alberto Casas

            Cuando los árabes, formados por un heterogéneo grupo tribal en el que entraban yemenitas, sirios, bereberes, maaditas, beduinos, coraixitas, etc., invaden al-Andalus, es decir toda la península ibérica y parte del sur de Francia, siguen una política, según las circunstancias, bien de alianzas o bien de avasallamiento para consolidar su dominio sobre las tierras ganadas. Generalmente, eran muchos los reinos cristianos que ante el poder de los sarracenos no tenían más remedio que, para mantener la seguridad e integridad de sus reinos, tolerar tratados onerosos y humillantes mediante el pago de tributos en armas, oro, plata, parte de sus cosechas o convertirse al Islam (muladies), como, entre otros muchos, la poderosa familia de los Banu Qasi de Tudela, o los Banu Savarico de Sevilla y especialmente concertando alianzas matrimoniales que garantizaran la paz entre los distintos reinos, prefiriendo y en algunas circunstancia exigiendo que fuesen rubias, de ojos azules y de familias nobles; y el primer ejemplo lo dio el  gobernador Abdelazis, hijo del conquistador Muza, casándose con Egilona, viuda del último rey godo Rodrigo, que también se hizo musulmana, convencida o no, adoptando el nombre de Um ‘Asum.

   Al primer emir de Córdoba, Abderramán I, lo describen los cronistas árabes  como un hombre muy alto, casi siempre vestido de blanco y de cabellos rubios rizados. Nos encontramos casi desde el principio con una sociedad musulmana cada vez mas heterogénea, con un alto grado de integración, y es de este mestizaje evolutivo cuando surge la mitad historia y mitad leyenda del tributo de las cien doncellas que los cronistas imputan a Mauregato, rey de Asturias, quien, curiosamente, era hijo ilegítimo de Alfonso I y de una mora cautiva. La historia nos quiere hacer creer que en el año 844 Ramiro I venció a los moros en la batalla de Clavijo gracias al Apóstol Santiago que pasaba por allí montado en un corcel blanco, y a espadazo limpio liquidó a los perros infieles y, en consecuencia, la abolición de tan vergonzosa capitulación. Pero esta victoria no debió ser suficiente porque, para preservar la paz, Ramiro II se comprometió a entregar a Abderramán II las rutinarias 100 doncellas y, como era habitual,  rubias, de ojos azules y pelo corto; sin embargo, 7 de ellas, para librarse de la sumisión sexual a que estaban destinadas, optaron por cortarse la mano derecha, y al ser informado el califa de la mutilación, exclamó: ¡Si mancas me las dais, no las quiero!; desde entonces el lugar se llama Simancas (Valladolid) y en su escudo figuran las siete manos amputadas enmarcando el castillo de la villa.
   Y es que hay cosas que, como dice el refrán, no tienen enmienda, y así en el Cronicón Iriense leemos como, en señal de pleitesía hacia el invicto Almanzor, Bermudo II le ofreció su hija Teresa, que al enterarse de tan ignominioso pacto protestó diciendo:

Los pueblos deben poner su confianza en las lanzas de sus soldados más que en el coño de sus mujeres.

   El caudillo árabe ya estaba casado con otra cristiana hija del rey de Navarra Sancho Abarca, que le dio un hijo, conocido como Sanchuelo, que llegó a reinar en Córdoba al morir Hissam II. A pesar de los pesares, la protestona Teresa se convirtió al Islam adoptando el nombre de Adda, y ya por entonces el propio califa al-Hakam II estaba casado con Subh, Aurora para los cristianos, una navarra apodada la Vascona que, cómo no, también era rubia.
   Con esta singulares rasgos característicos fue la famosa concubina de Abderramán II, Qalam, vascona, que embelesaba al emir con sus canciones acompañada de instrumentos que ella misma tañía y, además, escribía poemas que recitaba con voz melodiosa.
    El gran poeta muladí Ibn Hazm, en El collar de la paloma, escribe:

Tocante a los Califas se inclinaban a preferir el color rubio, sin que ninguno discrepara, porque a todos ellos, desde el reinado de al-Nasir hasta hoy, o lo hemos visto o hemos conocido a quien los vio. Ellos mismo, además, eran todos rubios, por herencia de sus madres, y este color vino a ser de ellos congénitos. al-Nasir y al-Hakam eran rubios y de ojos azules, y lo mismo sus hijos, sus hermanos y sus allegados. Lo que no sé si su gusto por las rubias era una preferencia connatural en todos ellos o una tradición que tenían de sus mayores y ellos siguieron.
De mí sé decirte que, en mi mocedad, amé a una esclava de pelo rubio, y que a partir e entonces, no ha vuelto a gustarme una morena, aunque fuese más linda que el sol o la misma imagen de la hermosura: desde aquellos días encuentro tal preferencia arraigada en mi modo de ser, mi alma no responde a otra, ni, en redondo, he podido amar cosa distinta, y otro tanto cabalmente le sucedía a mi padre (¡Dios lo haya perdonado!), que siguió así hasta que le vino su hora.

    No debe extrañar, por tanto, que el historiador Ibn al Qutiyya fuera conocido como el hijo de la goda, y que el ulema al-Mâhmet III, uno de los fundadores del Diwān de los jueves floridos, en su poema  Risāla fhi  fadi Welba  confesara que era alto y rubio.
   Esta predilección era causa de que el mercado de esclavas constituyera uno de los negocios más rentables de los Omeyas, a cargo de traficantes que pregonaban las virtudes y cualidades de la mercancía humana que vendían y que, según su calidad y procedencia, se valoraba así:

Las bereberes, voluptuosas.
Las europeas (rumíes), buenas administradoras.
Las turcas, engendradoras de hijos valientes.
Las etíopes, las mejores amas de cría.
Las árabes, buenas cantantes.
Las de Medina, elegantes.
Las persas, coquetas.
   
Pero no sólo se comerciaba con hembras, sino también con jóvenes, incluso niños, unos para refocilo y desahogo de sus amos, y otros para ser castrados (saqalibah) y servir como vigilantes y custodios estrictos del mantenimiento del orden en el harén; muchos alcanzaron lugares preponderantes en la Corte, como es el caso del eunuco Nāsr, hijo de una cristiana de Carmona, que con Tarub, esposa de Abderramán II y madre del pelirrojo Abdallah, llevaban los asuntos de Estado, especialmente los de la tesorería, aunque el infeliz murió envenenado por el propio califa, alertado del contenido del brebaje que el eunuco le ofrecía.
   Abderrahman III, el primer Califa del reino omeya de Córdoba era hijo nieto y biznieto de los Fortún, reyes cristianos de Pamplona; su madre era la princesa Muzna y su abuela la princesa Iñiga hija de Fortún el Tuerto, por lo que heredando los rasgos ya tradicionales de los omeyas andalusíes, nos lo describen como muy  rubio, aunque  se teñía el pelo y la barba de negro.
   Los cronistas cuentan que el califa en su  serrallo tenía más de 6.000 mujeres que le dieron 87 hijos, de ellos 45 varones, y  es de suponer que rubios y rubias habrían bastantes dados los gustos del Príncipe de los Creyentes.


sábado, 6 de abril de 2013

ARTEMISA I


Alberto Casas.

            En el año 480 a.C., durante la llamada Segunda Guerra Médica entre griegos y persas, se libró la batalla naval de Salamina de consecuencias trascendentales que aún perduran en el acaecer de la Historia, pues en ella se decidió el futuro de la Humanidad entre la cultura oriental y la occidental. Muy pocos años antes, cuando esta misma alternativa se dilucidaba en la Primera Guerra Médica, los griegos, dirigidos por el ateniense Milciades, derrotaron en Maratón (490 a.C.) al rey de los persas Darío I expulsándolo de Grecia. El monarca “aqueménida” no asumió tan contundente y vergonzoso desastre, jurando, solemnemente ante los dioses ,vengar la afrenta sufrida hasta aniquilar, humillar y avasallar a los pueblos del otro lado del Helesponto (Dardanelos); y con esta rabiosa y obsesiva idea en la que se jugaba su prestigio personal y el del Imperio ante su pueblo y el de los reinos amigos y sometidos, comenzó a preparar una colosal maquinaría militar muy superior a la anterior en generales, almirantes, soldados, armas, caballos, carros de guerra, bastimentos, barcos, dinero y su famosa guardia de los “diez mil inmortales”. Inmerso en tan impresionantes preparativos le sobrevino la muerte en el año 486, sucediéndole su hijo Jerjes, que continuó los deseos de su padre con el decidido propósito de cumplirlos, empresa en la que le animaba su general Mardonio, que trataba de convencerlo de que la campaña sería un fácil y triunfal desfile militar.

   Tras cinco años de organización y alianzas, la estrategia pasaba por levantar un puente de barcas que uniera las dos orillas del estrecho (Helesponto) que separaba ambos continentes, y cuando ya estaba concluido, se desató un fortísimo temporal que lo deshizo totalmente, accidente que Jerjes juzgó como una ofensa a su dignidad real que sentenció ordenando azotar al mar con trescientos latigazos, encadenarlo con un par de grilletes que arrojó al fondo de sus aguas y cortar la cabeza a los encargados de la obra, para, seguidamente, mandar la construcción de uno nuevo por el que, una vez terminado, empezó a cruzarlo el poderosísimo ejercito que, según Heródoto (Los nueve libros de la Historia, VII: Polimnia –VIII: Urania), estaba compuesto por más de 2.300.000 entre la infantería, caballería y soldados embarcados en las naves, sin contar la marinería, remeros, el sequito del rey, criados, mujeres panaderas, eunucos, concubinas, etc. Todo este potencial humano, carros incluidos, tardaron casi un mes en atravesarlo sin parar ni de día ni de noche, mientras unas 1.200 naves arrasaban las costas griegas.
   Efectivamente, el avance de Jerjes apenas si encontró resistencia hasta llegar al estratégico paso de las Termópilas, donde los espartanos, que eran más de 300, con su rey Leónidas al frente, fueron derrotados (480 a.C.) tras un heroico y desigual combate, en el que los persas perdieron unos 20.000 hombres, pero su enorme superioridad les permitió la conquista de Atenas, destruyendo sus templos, saqueando e incendiando la ciudad y degollando a sus  defensores.
   Mientras tanto, la escuadra griega, alrededor de 400 naves, 310 según Esquilo que estuvo en Salamina, casi todas provistas de espolón de proa, se refugio en la bahía de Salamina a la espera de tomar una decisión sobre si permanecer allí o dirigirse al istmo de Corinto donde, como era de prever, en el caso de ser derrotada, tenían la posibilidad de salvarse en el Peloponeso, mientras que si se estacionaban en Salamina no tenían escapatoria al quedar enredadas entre una laberíntica maraña de islas, islotes y canales angostos de complicada navegación y maniobras marineras.     Sin embargo, Temístocles impuso su criterio de permanecer allí, pues el lugar más que una trampa para ellos lo era para los persas por la gran cantidad de navíos que se estorbarían colisionando unos con otros y sin espacios de escape, ya que su propia retaguardia bloquearía la salida.
   Jerjes reunió a sus almirantes pidiéndoles su parecer que fue unánime en que, encerrada la flota griega, sería una cómoda presa, opinión de la que disintió la reina Artemisa I de Caria, curtida en sus expediciones piratas en el Egeo, exponiendo que no había necesidad de arriesgarlo todo en una batalla naval, máxime siendo ya dueños de Atenas, principio y fin de aquella guerra; que los griegos eran unos expertos marinos superiores a los persas en las artes de la navegación; que en un momento dado, faltos de víveres, se verían obligados a dividirse y dirigirse a sus respectivas ciudades, y tenéis pésimos criados, pues esos que pasan por aliados vuestros, los egipcios, los chipriotas, los cilicios, los panfilios, no son hombres para nada, mientras que si los persas eran vencidos el ejército de tierra se desmoralizaría paralizándose el avance hacia el Peloponeso sin la cobertura de la flota.
  
Jerjes agradeció el sensato y competente consejo de la reina, pero se sometió al dictamen de la mayoría, ordenando rodear la isla, controlar todos los canales de acceso para aislar a los áticos. Culminado el cerco, el rey dispuso el ataque que, tal como había señalado Artemisa, la intrincada y sinuosa geografía del lugar fue la gran aliada de los griegos que, dirigidos por Temístocles, en unas ocho horas acabaron con las naves persas hundiendo más de 200 barcos, capturando un elevado número de ellos y haciendo una gran matanza en sus tripulaciones, mientras que sus pérdidas se cifraron solamente en unos 20 navíos. Jerjes, desesperado, se sorprendía del perfecto orden de batalla de sus enemigos que les hacía muy superiores a pesar de su notable inferioridad numérica y, asimismo, se admiraba del gran valor y pericia náutica de la reina de Caria, virtudes que empleó en el momento preciso para salvarse con su flota de cinco naves intacta. Artemsia, viéndose rodeada de enemigos, se le ocurrió embestir a una galera aliada comandada por el rey Damasatimo echándola al fondo, acción que confundió a los griegos creyendo que era uno de los suyos, por lo que desistieron de la persecución.
   La derrota de los persas (Heródoto los llama bárbaros) abatió a Jerjes que decidió  retirarse a sus reinos, no sin antes reprender a sus hombres duramente, y en homenaje a Artemisa les dirigió la lapidaria y humillante alocución

A mí, los hombres se me han vuelto hoy mujeres y las mujeres hombres.

   En su retirada confió a la reina la custodia de sus hijas premiándola con largueza dejando en Grecia a su general Mardonio que en Platea, batalla en la que también participó el dramaturgo Esquilo, fue derrotado y muerto por el general Pausanias.
  
   Artemisa I ha sido proclamada la primera mujer Almirante de la Historia, pero no hay que confundirla con Artemisa II, la constructora del panteón en honor de su esposo Mausolo, el célebre Mausoleo de Halicarnaso, reputado como una de las siete maravillas del mundo.