viernes, 12 de abril de 2013

EL EMPERADOR DE ARAUCANIA

Alberto Casas.

            Se lo crea usted, o no se lo crea, la verdad de la buena es que hace ya siglo y medio existió el “Reino de la Araucania y la Patagonia”, con su rey, su Constitución, su bandera y su todo, es decir, que este reino, efímero y rocambolesco, ha entrado, se quiera o no, en la Historia, eso sí, por la puerta falsa. La dinastía fue fundada por Aurelio Antonio I que tan sólo reinó año y medio, a quien sucedió Aquiles I el Diplomático;  a Aquiles le siguió Antonio II el Filósofo, al que la muerte temprana apartó de los áulicos oropeles, ocupando el solio su hija Laura Teresa I, viuda ella, a quien después de un largo reinado heredó su hijo Juan Antonio III, y, en la actualidad, pasea sus derechos al trono Monsieur Felipe Beury. Se ha de aclarar que a ninguno de estos monarcas les apeteció darse un garbeo por sus dominios y parlamentar con sus otrora fieles súbditos.
   Los extravagantes césares gobernaban, desde la lejanía, un extensísimo territorio formado por dos regiones perfectamente diferenciadas: la impenetrable Araucania cantada por Alonso de Ercilla, y las interminables e inexploradas estepas de la Patagonia. La primera, habitada por los indómitos araucanos a quienes ni los españoles ni los chilenos lograron subyugar, por lo que los límites de su término eran llamados La Frontera.
  
No ha habido rey que jamás sujetase
esta soberbia gente libertada,
ni extranjera nación que se jactase
de haber dado en sus términos pisada,
ni comarcana tierra que osase
mover en contra y levantar espada.
Siempre fue exenta, indómita, temida,
de leyes libre y de cerviz erguida.

(Alonso de Ercilla. La Araucana. Canto I).

    La Patagonia estaba habitada por los Tehuelches o gennakes, a quienes los españoles de la expedición de Magallanes llamaron Patagones, extendiéndose la leyenda de que se trataba de una raza de gigantes, en virtud del relato que hace en 1520 Pigafetta, el cronista de la primera vuelta al mundo, durante la estancia de la flota magallánica en el Puerto de San Julián:

Un día en que menos lo esperábamos se nos presentó un hombre de estatura gigantesca. Estaba sobre la arena casi desnudo, y cantaba y danzaba al mismo tiempo, echándose polvo sobre la cabeza…Este hombre era tan grande que nuestras cabezas llegaban apenas a su cintura…Nuestro capitán (Magallanes) llamó a este pueblo patagones.

   Esta raza, prácticamente extinguida, si es que realmente existió, andaba de un lado para otro viviendo, fundamentalmente, de la caza: guanacos, pumas, avestruces, etc, de cuya carne se alimentaban y con sus pieles, por una parte, se vestían, y por otra, las vendían al hombre blanco que las pagaban con la moneda preferida de los indígenas: el aguardiente. Estas extensas comarcas estaban dejadas de la mano de Dios y de la civilización, hasta que un 28 de febrero de 1858 arribó al puerto de Coquimbo, en el norte de Chile, un pintoresco personaje ávido de aventuras y de sueños de grandeza.
    Orélie Antoine de Tounens había nacido el 12 de mayo de 1825 en La Chaise, un pueblecito de la Dordoña, y desde sus años de garçon mostró una desmedida afición a la lectura de libros de viajes y exploraciones, especialmente los dedicados a los países de América del Sur, donde, por entonces, aún quedaba mucha tierra virgen y poco conocida, terreno ideal para los quiméricos propósitos que bullían en su magín, concentrados en los vastos pagos de la Araucania, para los que diseñó la bandera y redactó una Constitución basada en los principios que regían la Carta Magna francesa.
   Dicho y hecho, en 1860 partió desde Valdivia a su destino sureño, incorporándose a una caravana de mercaderes para penetrar en los salvajes territorios, donde buscó el contacto con las comunidades mapuches, logrando el apoyo del lonco (máxima autoridad) José Santos Quilapán, enfrentado al ejército chileno encargado de llevar a cabo los proyectos del gobierno de colonizar aquellas tierras. Los planes de Orélie Antoine convenían a Quilipán que no tuvo inconvenientes en convencer al resto de los caciques, lo que permitió al francés a dictar su primer decreto, el 28 de Noviembre de 1860, proclamándose, por la gloria de Dios, rey de la Araucania. Lo asombroso fue que los loncos y toquis (jefes militares) de las regiones patagónicas comunicaron a Quilapán su firme deseo de formar parte del reino de Araucania.
  
En el campo de las relaciones internacionales, ningún país, empezando por Francia, se tomó en serio lo que se consideraba una boutade, pero lo más chocante era la indiferencia total del gobierno chileno hacia la situación creada en unas tierras de su soberana jurisdicción. Mientras tanto, Su Majestad Antonio I, para consolidar su poder, concibió el disparatado proyecto de reunir un ejército de treinta mil indios para desalojar los destacamentos chilenos emplazados en las orillas del río Bio-Bio, intenciones que las autoridades desbarataron apresando al monarca cuando, solo y sin escolta, descansaba plácidamente debajo de un manzano a las orillas del río Malleco, un afluente del Bio Bio. Al parecer fue delatado por uno de sus criados llamado Rosales, que por su traición recibió un premio  de 50 pesos fuertes.
   El rey previendo su inminente fusilamiento, redactó testamento considerando que, en previsión de nuestro fallecimiento…, estableciendo la línea sucesoria a la corona, aunque era soltero y soltero murió. Afortunadamente, su proceso fue trasladado a la justicia civil en la ciudad de Santa María de los Ángeles que lo condenó por perturbador del orden público a 10 años de de cárcel penitenciaria, pero, finalmente, prevaleció la actuación de la diplomacia francesa alegando que el procesado no se hallaba en el pleno goce de sus facultades. La causa fue sobreseída ordenándose la reclusión del reo en la Casa de Orates de Santiago, en la que no llegó a ingresar pues fue reclamado por el Cónsul general de Francia, quien lo embarcó en Valparaíso en el navío de guerra francés Duguay Trouin para su repatriación.
   Durante su destierro en Francia organizó su Corte repartiendo títulos nobiliarios y condecoraciones de la Orden de la Estrella del Sur por él creada, aunque también sufrió reveses que le afectaron gravemente, como la excomunión que dictó en 1865 Pio IX contra la masonería en cuyas listas se encontraba su nombre; Orelie reclamó su perdón y arrepentimiento  por los errores cometidos, absolución que le fue concedida.
    Pero un rey en el exilio es, si cabe, más rey todavía. Este sentimiento le llevó a realizar cuatro intentos de recuperar su reino, muchas veces sufriendo toda clase de penalidades y con la milicia chilena pisándole los talones. Tras su última tentativa y forzoso retorno a Francia, enfermo y en la miseria, entregó su alma soberana a Dios el 19 de Septiembre de 1878.
   Pero como hemos indicado arriba, la exiliada realeza araucana - patagónica ha seguido, y sigue, viva y coleando concediendo títulos, cruces y medallas previo pago, naturalmente, de su importe.


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