Alberto Casas.
La crisis también ha salpicado a las corridas de toros, al menos en Cataluña, en virtud de una serie de razones estructuradas en una parafernalia inflada de dramatismo, afectación y teatralidad, pero distanciada de la mínima mesura que merecen los criterios que, a favor o en contra, puedan existir sobre esta controversia y su derecho a expresarlos y exponerlos libremente. Pero da la impresión de que prevalecen argumentos inoportunos inspirados en que a este vetusto y tradicional festejo se le titule Fiesta Nacional, concepto que se trata de contrarrestar con sentimientos humanitarios y éticos-morales, pero que, subrepticiamente, sirven intereses nacionalistas al son de consignas, ya políticas, pero sobre todo, servus servorum, partidistas. Esta falta de autenticidad ha hecho que más de uno piense que este debate se plantearía de forma más procedente y sensata si, por ejemplo, Manolete o José Tomás hubiesen nacido en Cataluña, sin olvidar que el Chamaco ha sido ídolo de masas en Barcelona. A Ava Gardner no parecían disgustarle los toros, y mucho menos los toreros, aunque fueran catalanes y se llamara Mario Cabré.
Este rechazo no es nuevo; en 1491 estuvo en la mente de Isabel la Católica ; el Papa Pío V las prohibió en 1567 bajo pena de excomunión; Felipe II las abolió en 1565; en 1714 Felipe V las prohibió, pero en 1725 las consintió de nuevo, y una breve interrupción se decretó en 1785 reinando Carlos III. Curiosamente, lo que movía a los soberanos no era velar por la integridad del morlaco, sino salvaguardar la vida de los caballeros que trataban de demostrar su valor y habilidad con las bravas e indómitas fieras:
Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro. (M. de Cervantes. Don Quijote).
En el evento, muchas veces la sangre fatalmente derramada fue la de los centauros, como ocurrió con el marqués de Pozoblanco y un hijo del duque de Alba, además de los numerosos heridos que pagaron un alto precio por su baladí alarde; en la historia, más de una vez trágica, también tienen su sitio reses bravas con los nombres de Bailaor, Granadillo, Islero, Pocapena y algunos más.
Y es que, en un principio, el espectáculo estaba reservado exclusivamente a los miembros de la nobleza, e incluso el emperador Carlos I lanceó un toro en Valladolid; ya Diodoro Siculo (s. I a.C.) nos dice que entre los iberos se rendía culto al toro, y las crónicas del siglo XI nos hablan de lances entre caballeros cristianos y árabes que dilucidaban sus disputas enfrentándose a un toro bravo; también se cuenta que el Cid Campeador participó en una “fiesta de toros” alanceando uno, evento al que don Ramón Menéndez Pidal desestima rigor histórico
Sobre un caballo alazano,
cubierto de galas y oro,
demanda licencia urbano
para lancear un toro
un caballero cristiano.
(Nicolás Fdez. de Moratín: Fiesta de toros en Madrid)
En estas suertes destacaron el conde de Villamediana, el duque de Osuna, el duque de Medina Sidonia, el conde-duque de Olivares, el marqués de Mondejar, el duque de Tendilla, el caballerizo de S.M. Gregorio Gallo que inventó una protección para las piernas, que desde entonces, y en su honor, se llaman gregorianas, etc. Naturalmente, la fiesta ha ido evolucionando en estética y organización, predominando la lidia a pie y a cargo de gente del pueblo sustituyendo a la nobleza
Quizás, ¿porqué no?, sea válida la proposición de que no hay por qué enfocarla como Fiesta Nacional, sino que sería más apropiado definirla como Fiesta Internacional al estar vigente y arraigada, con la misma pasión y fuerza, allende nuestras fronteras: Portugal, Francia, Ecuador, Perú, Colombia, Venezuela, Méjico y cada vez más en los Estados Unidos; por otra parte, su internacionalidad se evidencia en la no distinción de razas o de religión en la que pueden intervenir, e intervienen, blancos, negros, amarillos, mulatos, mestizos o del color que sean, pues hay toreros chinos, japoneses, norteamericanos, ingleses, israelíes, etc.
Tampoco son de recibo los métodos reivindicativos que en ocasiones se emplean, como el de la grotesca tramoya de culos y tetas al aire regados con salsa de tomate, rodeados de una comparsa de corifeos gritando que esto No es Cultura, soflama que muestran en las pancartas que enarbolan, aserción que se puede ponderar con la que en contradicción flagrante proclamaba García Lorca: La Fiesta más culta que hay en el mundo. Ni tanto ni tan calvo, aunque se ha de reconocer que hay una surtida nómina de personajes incultos que creen y disfrutan de la polémica fiesta: Gautier, Merimée, J. J. Rousseau, Moratín, Espronceda, Larra, Goya, Blasco Ibáñez, Pablo Picasso, Dalí, Miró, Vargas Llosa, Hemingway (Premio Nobel), Orson Welles, Barceló, García Lorca, Machado, Alberti, Gimferrer…Si realmente no es cultura, en el Liceo de Barcelona no deberá de representarse, nunca más, la opera “Carmen”, ni publicarse, o deberían quemarse los dibujos de la “Tauromaquia” de Goya, o de Picasso.
Comunidades como la de Madrid, Valencia, Murcia y Navarra ya han clasificado a las corridas de toros como “bien cultural”, y así lo han votado en Francia ejerciendo ese derecho elemental e improfanable que se llama libertad de decidir y de elegir.
Afortunadamente, existen antitaurinos que de acuerdo con su sensibilidad, su educación o sus emociones, no se basan en prejuicios ni en demagogias para cuestionar, con total legitimidad, las “corridas de toros”, ni necesitan apoyarse en un lenguaje agresivo e intransigente ni en comparaciones desproporcionadas, insultantes y mustias, tachando a los aficionados de inquisidores y maltratadores; los que saben de estas conductas sectarias y fundamentalistas condenan que de los rigores excesivos nacen fuentes de veneno, pero, ¿por qué única y obcecadamente contra las corridas de toros?. Teofilo Gautier (1811-1872) escribió:
Se ha dicho y repetido en todas partes que en España se perdía la afición a los toros y que la civilización concluiría por desterrarla; si la civilización llega a hacer esto, tanto peor para ella, pues una corrida de toros es uno de los espectáculos más bellos que el hombre pueda imaginar.
Benjamin Disraeli (1804-1881), el primer ministro inglés, escribía, El espectáculo es magnifico. Edmundo d’Amicis (1846-1908) recomendaba a un amigo, Disfruta con los toros, pero Waldo Frank (1889-196), en su Virgin Spain, sentencia, Es un crimen legalizado, opinión sin duda muy respetable, o por lo menos tan respetable como lo son otros juicios que establecen valores distintos.