Alberto Casas.
Suele suceder, a veces con demasiada frecuencia, que a lo largo del
camino por el que transcurren nuestras vidas, con velocidad constante e
inalterable, según afirma Petrarca, nos toque sufrir ¿y a quién no? algún que
otro quebranto, ya sea de índole económico, ya sea de naturaleza familiar, o
que afecte dolorosamente a nuestra salud física y mental, eventos que inevitablemente
nos instalan en una situación más o menos angustiosa y, en todo caso, incomoda;
son trances amargos a los que nos referimos coloquialmente diciendo que estoy pasando una crujía, o he pasado una crujía cuando la mala
racha se ha superado, con mayor o menor fortuna.
Esta castiza
forma de calificar los percances que padecemos o hemos padecido, ya se
utilizaba, que se sepa, en el siglo XV, y Cervantes, ya metidos en el XVII, la
emplea en la obra versificada Viaje del
Parnaso:
Hecha ser la crujía se me
muestra
de una luenga y tristísima
alegría,
que no en cantar, sino en
llorar es diestra
(por ésta entiendo yo que se
diría
lo que suele decirse a un
desdichado
cuando lo pasa mal: pasó
crujía).
El
significado del vocablo crujía lo
encontramos en cualquier diccionario que consultemos, incluso los más
actualizados, y nos hemos decantado
(cualquiera otro sirve) por acudir a la Enciclopedia del Mar.
Crujía.-
Línea central de la cubierta, en el sentido proa-popa y paralela a la quilla.
En las galeras, espacio libre o corredor de popa a proa, entre los bancos de
los remeros.
Como vemos, el dicho pasar una crujía guarda una estrecha
relación con el término náutico que lo define, y esta vinculación se enmarca
dentro de las reglas de policía establecidas en las Ordenanzas Marítimas destinadas a
velar y mantener la disciplina a bordo de los navíos, necesarias para una
navegación óptima, tanto en periodos de paz como de guerra, con buen o mal
tiempo, prescribiéndose castigos que se estimaban ejemplares y que debían de
servir de aviso y escarmiento a los más díscolos y revoltosos, especialmente en
las tripulaciones formadas por reclusos,
forzados y las enroladas por el casi siempre brutal procedimiento de las levas, que se justificaba proclamando
que se trataba de la recolección de
ociosos y vagos para el servicio de los bajeles de Su Majestad. En los
navíos de guerra a la pena de la crujía se le llamaba correr la bolina, y sufrir la carrera
de baqueta en el ejército.
Sin duda, hoy estimamos
excesivamente rigurosos, crueles e incluso inhumanos muchos de los castigos que
se imponían y que, sin remisión, se aplicaban con el rigor, no exento de
solemnidad, que las leyes penales marítimas determinaban en supuestos tales,
como los de desobediencia, negligencia, desidia, rendirse al sueño, robo y el
peor de todos, el motín.
Para cualquiera de estos
hechos, y aun de otros, estaban legislados los correspondientes correctivos a
ejecutar de acuerdo con la gravedad de la falta o delito juzgados, y entre
ellos, podemos destacar algunos, como reducir las raciones alimentarias, así
como las del vino y el agua; descargar sobre las espaldas desnudas del convicto
una tanda de azotes que oscilaban entre 50 y 200, latigazos que podían ser de mosqueo (como si estuviesen espantando
moscas del dorso del reo), o terminar dejándolo tumbado en el catre, boca
abajo, sin poderse mover durante una buena temporada; o colgarlo de lo alto de
una entena por los pulgares; o pasarlo por debajo de la quilla (éste era de los
más temidos); o ahorcarlo del palo mayor, o pasar
la crujía, es decir, recorrer la cubierta por el centro, generalmente de
popa a proa, recibiendo en la cabeza, la espalda o donde cayeran, los golpes
que en su carrera le iban propinando los tripulantes colocados a ambos lados de
la crujía. Ni que decir tiene que la
contundencia de la pena dependía de la mala uva de los que manejaban los
instrumentos de tormento, palos, estrobos mojados, rebenques, etc.
Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la Lengua Castellana o Española. 1611), lo define de esta
manera:
Passar
crugía es verse en peligro de que unos y otros le maltraten, tomada la semejanza
de cierto castigo que se suele hazer en galera, haziendo passar a uno por la
crugía hasta el cabo, de popa a poa, t los remeros o forçados de una y otra
vanda le dan tantos porrazos que lo medio matan.
Un buen ejemplo de la
efectividad de estas normas coercitivas lo encontramos en el Quijote (II-63), donde se narra el
episodio vivido por el caballero andante y su leal escudero, cuando fueron
invitados a embarcar en una galera surta en el puerto de Barcelona; las
maniobras para hacerse el navío a la mar produjeron en Sancho Panza una gran
impresión, mezcla de asombro e incredulidad.
Entraron
todos en la popa, que estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines;
pasóse el cómitre en crujía y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se hizo en un instante.
Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado, y más cuando vio hacer
tienda con tanta priesa, que a él le pareció que todos los diablos andaban allí
trabajando
No serían tanto el asombro y la incredulidad de saber las
consecuencias que hubiesen recaído sobre la chusma
de no haber obedecido, inmediatamente y en un instante, las ordenes del cómitre
desde la crujía. Las señales del pito
convirtieron a los diablos en angelitos.
Hasta
finales del siglo XIX no se empezaron a suavizar los preceptos de humillación
corporal a bordo de los buques.
Queda claro
que la frase pasar una crujía expresa
bastante gráficamente la enjundia del pueblo para trasladar a su lenguaje
coloquial los malos tragos que, quieras o no, hemos de apurar y soportar, antes
o después, o siempre, durante el discurrir por este nuestro valle de lágrimas.
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