Alberto Casas.
La cuestión sobre si debían
de celebrarse oficios religiosos en altamar, especialmente a bordo de los
navíos que cumplían misiones reales, se plantea a partir del momento en el que
las Ordenanzas de las Armadas Navales de la Corona e Aragón, dictadas
por Pedro IV el Ceremonioso (1354),
establecen que, en un acto solemne, el rey entregue el estandarte real al
Almirante o Capitán General de la
Armada para su exhibición en el castillo de popa de la nave Capitana.
El
protocolo exigía que las tripulaciones, antes de hacerse a la mar, debían oír
misa, confesar y comulgar, sacrificio que se realizaba en tierra dado el poco
espacio de las naves para que a bordo se celebrara, quedando exentos del
cumplimiento de esta obligación los componentes de la chusma, es decir, los remeros de las galeras que en aquella época la
formaban voluntarios asalariados, buenas
boyas, que embarcaban con una serie de privilegios, especialmente en cuanto
a su religiosidad, forma de expresarse, conducta en tierra firme, o tropelías
que se pasaban por alto en consideración
a la dureza del trabajo que desarrollaban.
Las
expectativas empeoraron en cuanto la chusma
se cubrió con galeotes y esclavos, moriscos, gitanos, y gente, en general,
constituida por delincuentes, infieles y descreídos, capaces de cualquier desmán
(motines, traiciones, etc), situación de ninguna forma adecuada para llevar el
Santísimo Sacramento en las galeras durante sus navegaciones. Por lo tanto, la
presencia de al menos un sacerdote a bordo de la nave Capitana era meramente testimonial, de auxilio a los moribundos,
escuchar su confesión y poco más, ya que la pequeñez de la nave, humedad,
habitual compañía de ratas, malos olores, temporales, encuentro con enemigos,
peligro de naufragio, posibilidad de ser apresada por piratas, sobre todo turcos y berberiscos,
excluía cualquier otra misión, como la de decir misa ante la práctica
imposibilidad de guardar y cuidar, con la solemnidad necesaria, los ornamentos
sagrados, especialmente el cáliz y las sagradas formas, sin olvidar la
importancia que se daba a la calidad del aceite, de la cera y del vino de la
consagración. En algunas crónicas, incluso se lee que la Eucaristía no puede
estar en ningún lugar donde libremente se usen un lenguaje blasfemo e
irreverente, en clara alusión a la conducta escandalosa de la chusma.
Por estas
razones, la misa quedaba limitada a su celebración en tierra, antes de zarpar
las naves, y en puerto a su arribada. Es un acuerdo que tácitamente se
establece entre las autoridades eclesiásticas y las civiles, acuerdo que Roma
corrobora tácitamente, aunque en ninguna Bula o en otro documento pontificio se
aluda expresamente a su prohibición. Al respecto, una consulta que se hace a Juan Burkardo, maestro de ceremonias del
Papa, éste constesta:In loco fluctuante
vel in mari et fluminibus celebrare non licet alicui. Este interdicto se justifica, además, con la
sentencia que se prescribe a raíz del Concilio de Trento, donde se ordena a los
obispos que no toleren que se celebre
este santo sacrificio por seculares o regulares, cualesquiera que sean, fuera
de la Iglesia
y oratorios dedicados únicamente al culto divino, que los propios ordinarios
han de señalar y visitar. Obviamente, y a tenor de esta norma, un navío no
reunía los requisitos para dedicarlo a dicho culto divino.
El Obispo
de Mondoñedo, Antonio de Guevara, de su experiencia de un viaje por mar que
hizo acompañando a Carlos V, escribió en tono irónico y satírico El Arte
de Marear, que trata de los muchos peligros, abusos e incomodidades a que estarán sometidos los que por motivo de
un viaje o cualquier otra cuestión ajena a la vida marítima embarquen en una
galera, y refiriéndose a la chusma dice:
La mar es capa de pecadores y refugio de
malhechores, porque en ella a ninguno dan sueldo por virtuoso ni le desechan
por travieso.
En
definitiva se queja de que en la galera no
se deja de jugar, hurtar, adulterar, blasfemar, trabajar, ni navegar, ni en
domingos y días festivos, ni en Pascua, Semana Santa o Cuaresma. Esta y otras
lindezas explican, sobradamente, la exclusión de la misa a bordo.
Es previlegio de la galera que ni marineros, ni
remeros, ni ventureros, ni los otros oficiales que andan en la mar tomen pena,
ni aun tomen conciencia por no oír las fiestas misa.
Eugenio de Salazar, en 1573, dice de los
galeones que hacían la Carrera
de Indias:
Me aliñé lo mejor que pude, y salí del buche
de la ballena o camareta en que estábamos y vi que corríamos en uno que algunos
llamaban caballo de palo y otros rocín de madera. Y otros pájaro puerco, aunque
yo lo llamo pueblo, y ciudad, mas no la de Dios, que descubrió el glorioso
agustino, porque no vi en ella templo sagrado, ni casa de la justicia, ni a los
moradores se dice misa.
La falta de este auxilio espiritual en la mar,
se compensaba, como ya se ha dicho, con la obligación de obtenerlo en tierra:
Es saludable consejo que todo hombre que quiera
entrar en la mar, ora sea en nao, ora sea en galera, se confiese y se comulgue
y se encomiende a Dios, como bueno y fiel cristiano, porque tan en ventura
lleva el mareante la vida como el que entra en una aplazada batalla.
Este saludable consejo se
convirtió en ley mediante Real Cédula expedida por Felipe II en Lisboa el 10 de
Febrero de 1582, prescribiendo que no se le pague ni gane sueldo a
quienes no cumplan con esta obligación. En la
misma se establece que tanto los agustinos, como los dominicos, franciscanos y
jesuitas repartan sus sacerdotes en Sanlúcar de Barrameda y Cádiz para decir
las misas completas y administrar los sacramentos a las tripulaciones y
pasajeros de las naves que vayan a zarpar a las Indias.
Sin embargo, la duración de
los viajes trasatlánticos y sus peligros evidentes dio lugar a la invención de
la misa seca, en la que el sacerdote
oficiaba el santo sacrificio exceptuando la consagración y comunión, con la
ventaja de que el sacerdote podía decirla en cualquier momento e incluso varias
veces al día ya que, al no comulgar, no necesitaba estar en ayunas, como era
preceptivo.
La misa seca ya se había
practicado en la antigüedad y era llamada también misa náutica,
aunque fue suprimida por los abusos que con esta modalidad se cometieron, pero
parece ser que fue restablecida por los navegantes portugueses en sus largas y
penosas singladuras a la India ,
viajes que, con suerte, no se realizaban en menos de dos o tres meses,
expuestos, además de los avatares propios de toda navegación, a otras
situaciones, como enfermedades (escorbuto, por ejemplo); esta práctica
litúrgica (la misa seca) se trasladó a los navíos españoles que hacían la Carrera de Indias, sin que
haya constancia fehaciente de la intervención de las autoridades eclesiásticas
en dicha decisión, que duró un siglo
aproximadamente, hasta que estalló la polémica entre teólogos y canonistas
sobre la licitud y validez de este tipo de celebración en las naves. Por un lado, se argumentaban la falta de
seguridad y de respeto debidos que se exigían en viajes tan largos; la
seguridad se garantizaba en cuanto la celebración sólo tenía lugar en días de
calma, y el respeto se mantenía, bien en la cámara de popa, o en la cubierta
donde se podían levantar el altar con
las colgaduras, tapices y reposteros que
dieran el realce que el ritual se merecía, y, asimismo, el peligro de la chusma
había desaparecido, excepto en las galeras mediterráneas, ya que los grandes
navíos, naos y galeones, únicamente utilizaban las velas como medio de
propulsión.
En el debate intervinieron las más importantes
Universidades de España y Portugal, siendo decisivos los dictámenes de
Salamanca, Alcalá, Coimbra y Evora, que se unieron a los tres puntos del P.
Francisco Suárez :
1).- Es lícita la celebración
sin dispensa del Papa.
2).- Es conveniente, sin embargo, solicitar de los obispos para
los viajes a la India y a las Indias, al no
existir peligro de efusión de la
Sangre de Cristo, debitis cautelis (celebración en lugar
decente).
3).- Es un gran consuelo para los navegantes saber que en peligro
inminente de muerte pueden recibir el Viático.
La opinión
del P. Suárez fue determinante para la aprobación, de palabra, de los Papas
Clemente VIII y Paulo V. Por otra parte lado, el Arzobispo de Goa, Alejandro de
Meneses, y con la aprobación, oral también, del Nuncio de Lisboa y ante la
presión de los jesuitas, autorizó el Santo Sacrificio de la misa a bordo de los
galeones indianos. Esto ocurría alrededor del año 1610, aunque constancia de su
celebración completa en alta mar no se tiene hasta 1617, durante el viaje que
realizó desde Goa a Lisboa el carmelita español Fr. Redento de la Cruz , acompañando al
embajador de Persia.
Los
españoles no lograron este privilegio hasta el año 1621 gracias a una gestión
que por tal motivo realizó en Roma el misionero leonés Hernando de Villafañe.
La práctica continuada avaló la licitud de la misa completa a bordo de los
navíos, ritual que se estableció obligatorio en las Ordenanzas de la Armada de finales del siglo
XVVIII
De todas
formas, el triunfo de los canonistas tuvo durante mucho tiempo el parecer
contrario de los teólogos que, en 1627, ordenan al Arzobispo de Manila que
prohiba la celebración de misas en los barcos. La negación del privilegio llega
al extremo de no tolerarse ni aun estando las naves en puerto (respuesta de la Congregación de Ritos
a una consulta del Arzobispo de Lima)..
La
insistencia de los teólogos se basaba en que no existía ningún documento
pontificio autorizando o propiciando la misa en el mar, documento que aparece en 1706 en el que Clemente X otorga,
expresamente, el privilegio a la
Orden de Malta. Sólo
se excluyó del privilegio de la
Santa Misa a las galeras, incluso la Real
de D. Juan de Austria, que antes de entrar en combate contra el turco en
Lepanto (1571), se arrimó a la
Fosa de San Juan para que en tierra se dijera la misa del
Espíritu Santo oficiada por don Jerónimo Manrique, Vicario General de la Armada de la Santa Liga.
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