Alberto Casas
Es bastante
habitual confundir a los corsarios con los piratas, o creer que se trata de lo
mismo con distinto nombre; pero la distancia entre ambos conceptos es abismal,
tanto en el aspecto personal, como en el práctico y en los fines que persiguen,
sobre todo en los principios legales y jurídicos que los involucran y vinculan
respecto de la actividad que desarrollan.
El corsario es la
persona que a bordo de su embarcación se dedica al corso que, etimológicamente,
procede del latín cursus, es decir “carrera”; por lo tanto es aquel que hace
“la carrera marítima”, y se define: como una empresa naval de un particular
contra los enemigos de su Estado, realizada con el permiso y bajo la autoridad
de la potencia beligerante, con el exclusivo objeto de causar pérdidas al
comercio enemigo y entorpecer al neutral que se relacione con dichos enemigos.
El corso es, pues,
una figura legal, recogida y amparada en el Derecho Internacional, mientras que
el pirata, al no cumplir estas reglas se sitúa abiertamente en el campo de la
ilegalidad y de la ilegitimidad. En definitiva, el corsario desempeña su misión
conforme a lo establecido en las leyes nacionales e internacionales, mientras
que el pirata la realiza al margen de la ley, rigiéndose únicamente por las que
el mismo dicta e impone: es un delincuente.
La palabra pirata
procede del griego peirates, el que busca fortuna, y en las crónicas antiguas
se le define como el ladrón que anda robando por la mar, o, el sujeto cruel y
despiadado que no se compadece de los trabajos y miserias de otro.
Salvo que se
tratara de personajes de los que se pudieran obtener un sustancioso rescate, el
resto, al no poder permitirse el lujo de tener prisioneros a bordo, los
arrojaban al mar, aunque a las mujeres tardaban algo más en tirarlas por la
borda, y, en algunos casos, los abandonaban en un islote (marooner); pero había
un personaje que siempre era perdonado e integrado en la tripulación, quisiera
o no: nos referimos a quien fuera cirujano, sangrador, médico, barbero o
tuviera conocimientos de medicina. Sin
patria, rey, ni bandera, marginados y perseguidos, el fruto de sus criminales
correrías sólo tenían una finalidad: gastarlo sin freno, y uno de los sitios
favoritos para despilfarrarlo era la isla de Jamaica; vino, brandy, ron,
cerveza y mujeres de todas las razas y nacionalidades, siendo especialmente concurrido
el burdel Punch Horse, donde lucía sus dotes la maciza Mary Carleton, conocida
como la Princesa Alemana.
Otras ilustres tabernas repartidas por las islas caribeñas eran, entre otras, el
Ancla Azul, el Perro Negro, las Tres Coronas y el Canto de la Sirena.
Digna de mención es
la creación de la Hermandad ,
creada por los pirata para ayudar a los compañeros que perdían algún miembro
(brazo, pierna, mano, ojo, etc.) compensándolos con un sobresueldo aportado por
un fondo común reunido entre ellos.
El corsario navega bajo el pabellón de su país, y el
pirata no tiene pabellón y por lo tanto bandera: es un apátrida. El corsario es
un particular, generalmente, propietario de su propio buque y solamente puede
actuar en tiempos de conflictos bélicos en virtud de una concesión real
registrada en un documento llamado Patente de Corso, mediante el cual el Rey
concede permiso para atacar las naves que favorezcan el abastecimiento y
comercio de la nación adversaria. La
Patente de Corso se otorga previa caución en las arcas reales
de una fianza a determinar, que se reserva para las indemnizaciones que
pudieran proceder por los daños y perjuicios que injustamente se puedan
ocasionar, aunque, por otra parte, gozaba de una serie de privilegios y
exacciones, como el pago de “anclaje” o fondeo, de practicaje o el
almacenamiento de sus propias mercancías. En definitiva, el corsario tiene
patria, bandera, rey, casa y leyes que le protegen y que, por supuesto, está
obligado a cumplirlas.
Naturalmente, un
particular que pone su navío, que suele ser su fortuna y patrimonio al servicio
de su nación y de su rey, lo hace,
patriotismo aparte, a cambio de un beneficio llamado derecho de presa en el
caso de apresamiento de la nave enemiga con todo su cargamento y tripulación;
se han de consideran tres conceptos: nave, cargamento y tripulación que se
valoran por separado, correspondiendo un quinto del valor total de la presa a la Corona , dividiéndose el
resto en tres partes: una para los gastos de panática y municiones; otra para
los gastos del navío (reparaciones, pertrechos, etc.) y artilleros, y la
tercera para el armador y tripulantes.
En España, el Corso está regulado en las Ordenanzas
de Pedro IV de Aragón (1356), en las de Felipe IV (1621) y de Carlos II (1764),
siendo derogado en la
Declaración de París de 1856. El último corsario español era de
Huelva y se llamaba José Varela. De Huelva, también fue Juan de Ojeda, hombre
de confianza del cardenal Cisneros y al que Carlos V concedió escudo de armas.
Asimismo, los Garrocho lo ejercieron contra los berberiscos, y no podemos
olvidar a los palermos (Palos de la Frontera.- Huelva )
Diego Rodríguez Prieto, Antón Quintero y Antón Coronel, y no como pirata o
corsario, sino como mercader y contrabandista, el capitán y dueño de la nao El Santo Espiritu de 60 toneladas, Pedro
Díaz Carlos, de Huelva, que hacía la
Carrera de Indias
sin licencia, obteniendo grandes beneficios
sin dar cuenta de sus transacciones a la Casa de la Contratación de
Sevilla.
A principios del siglo
XVIII Jack Raham Calico creó su
propia bandera: negra con una calavera blanca sobre dos sables, blancos
también. A partir de entonces, cada uno tuvo la suya propia, la Jolly
Roger , siendo la más conocida la de la calavera con dos
tibias cruzadas en vez de sables, que era la que ondeaba Benjamín el Largo.
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