Alberto Casas.
Naturalmente, cuando el bueno de don
Quijote se enfundó la armadura con todos sus avíos, morrión, lanza, rodela,
espada y todo lo que él creyó necesario para hacer lo que tenía que hacer, hay
que tener en cuenta que debajo del coselete llevaba puesta la ropa que casi era
parecida a la que habitualmente se vestía en aquellos tiempos, empezando por el
propio Cervantes, o, por ejemplo, el mujeriego Lope de Vega, incluso vestido
con los hábitos sacerdotales que los cargaba el diablo arremangándolos.
Pero en el
caballero de la Mancha
hay que distinguir dos momentos de su vida que violentamente se fracturan. En
el primero, nos encontramos con un hidalgo que en aquella época se estimaba un
anciano - tenía ya cincuenta años – que hacía una vida normal de acuerdo con
las rentas de su modesta hacienda que le permitían dar sus paseos a caballo, ir
de caza con su galgo, comer sobria pero decentemente y vestir con decoro: los domingos, sayo de velarte, calzas de
velludo, con sus pantuflas de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba
con su vellorí de lo más fino” (I-1); es decir, que dignificaba los días
festivos emperifollando su figura con una buena capa por encima de un sayo de
paño fino (velarte), generalmente de
color oscuro, sus pantalones de terciopelo (velludo),
sus borceguíes cubiertos con unos pantuflos o chapines del mismo tejido, con
suela alta de corcho que principalmente
solían usarlo las personas de edad avanzada para resguardar los pies del frío y
la humedad; este tipo de calzado con suela de corcho o alcorque estaba
prohibido usarlo a menestrales y labradores por razones que desconocemos. El
resto de la semana el ropaje era de vellorí,
un paño entrefino de calidad inferior al velarte.
El segundo momento, trascendental y cósmico, tiempo y espacio se transmutan
surgiendo del caos un personaje nuevo, de mentalidad utópica y espíritu puro:
es don Quijote. Es un hombre que se nos presenta con un porte y catadura
singulares y diferentes hasta en el yantar y la vestimenta, ahora anticuada,
mal ajustada y a veces jironada, tan distinta de la limpia, aseada y galana que
acicalaba a su sosias manchego, aunque sin llegar a la donosura y refinamiento
de los llamados hombres de chapa que
lucían ropajes de calidad y suntuosos, como el caballero que un buen día se
encontró don Quijote, según se narra en los enigmáticos capítulos del Caballero del Verde Gabán” (II-16-17 y 18):
venía sobre una muy hermosa yegua tordilla, vestido un gabán de paño
fino verde, jironado de terciopelo leonado, con una montera del mismo
terciopelo; el aderezo de la yegua era de campo y de la jineta, asimismo de
morado y verde; traía un alfanje morisco pendiente de un ancho tahalí de verde
y oro, y los borceguíes eran de la labor del tahalí; las espuelas no eran
doradas, sino dadas con un barniz verde, tan tersas y bruñidas, que, por hacer
labor con todo el vestido, parecían mejor que si fuera de oro puro.
El caballero se
presentó como don Diego Miranda, hidalgo y más que medianamente rico, confesión
que explica y justifica el esplendor de su vestimenta y la jaez de su
cabalgadura, no la vulgar mula, sino una hermosa yegua de vistoso pelaje blanco
y negro. Montaba don Diego a la jineta (estribos cortos) y las rodillas
dobladas por lo tanto; los borceguíes que calzaba eran botas de piel flexible,
suela de material y de caña alta por encima de las rodillas en las que se
ajustaban las espuelas, o acicates,
esmaltadas de verde también, haciendo juego con el resto de la indumenta del
atildado caballero; solían ir forrados, y en este caso de la misma labor que el
tahalí, especie de banda de cuero de la que pendía el alfanje morisco (¿alusión
a Lepanto?), espada de hoja ancha y curvada. Pero de todo el atuendo se pone un
especial énfasis en el verde gabán. Era una prenda de abrigo larga,
probablemente de procedencia árabe - gab̂a -, y que
Covarrubias (1611) define como Capote
cerrado, con mangas y capillo, propio de caminantes y gentes que andan por el
campo.
En la época
cervantina constituía un privilegio lucir la confeccionada de terciopelo y
forrada con piel de armiño, marta cebellina y otros animales de alto valor
peletero, desde luego muy lejos de la que vestían los aldeanos y campesinos que
generalmente consistía en un capotillo
pardo, calzones y polainas de paño pardo y cubiertos con una montera parda.
Sin duda, el capote de don Diego, como prenda de viaje, era una pieza de lujo
al estar confeccionada de paño fino y acuchillada con forro de terciopelo, al
igual que la montera que cubría la cabeza, un tocado de uso común, tanto entre
el pueblo llano, como en la nobleza y la realeza, diferenciándose en la calidad
del paño o la piel con que era elaborada; su nombre deriva de que en sus
orígenes era propia de los monteros que participaban en las cazas de monterías,
aunque adoptaba distintas formas típicas, según la región o comarca: monteras
segovianas, gallegas, asturianas, granadinas, canarias, etc. A principios del
siglo XVII empezó a ser un accesorio de referencia en el traje de los toreros
de a pie que se la ponían sobre una redecilla que recogía el cabello y evolucionando
con el tiempo añadiéndole borlones a los lados y tejida con pasamanería
ornamental.
Que se resalte el
color verde tiene su importancia en tanto era el matiz que se vinculaba con la
monarquía, proclamaba la condición de
cristiano viejo y simbolizaba las virtudes de frescura, lozanía y vigor de su
portador. ¿Es el caballero del verde gabán el mismísimo Miguel de Cervantes
evocando la época de paz, indolencia y aburrimiento que vivió en Esquivias?
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