viernes, 5 de julio de 2013

PAPÁ ADÁN

Alberto Casas.

   Dice el refrán: Todos somos hijos de Adán y Eva, pero nos diferencia la seda. En los Puranas indios (V-III a. C.), el primer hombre se llama Adino, que en sánscrito significa El Primero. Apesar del tiempo transcurrido aún se debate qué pudo ser lo que realmente impulsó a nuestro primer padre a tomar una  tan trascendente, ontólogica y sempiterna determinación que se resolvió con el polémico y enigmático Pecado Original, misterioso pecado decia Juan Pablo II, a pesar de los riesgos que sabía podía incurrir y de los que estaba avisado y prevenido. A nuestro tatatatarabuelo se le acusa y culpa de todo: irresponsable, consentidor, gárrulo, cándido y de lo que no hay escrito, lo que no es justo, pues en estos juicios no se tiene en cuenta que, por primera vez en la Historia, Adán hizo ejercicio del don de la libertad que precisamente Dios le había concedido, y en consecuencia, el derecho inalienable de practicarlo según su criterio y voluntad, sin presiones ni coacciones.


   Con los lógicos matices teológicos, la Encíclica Veritatis Splendor, dictada por Juan Pablo II el 6 de agosto de 1993, declara: los hombres actúan según su propio criterio y hacen uso de una libertad responsable, no movidos por coacción sino guiados por la conciencia del deber. Libertad de elegir, de decidir y de pensamiento, y quizás, en este caso, libertad de compartir con su compañera, Eva, un mismo destino, para bien o para mal, en la abundancia y en la escasez, en la salud y la enfermedad. Estas son las palabras del Señor:

Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará con su mujer y serán los dos una sola carne (El Génesis, II-24).

Es palabra de Dios: permanecieron fieles los que se mantuvieron y también cayeron libremente aquellos que quisieron (John Milton. El Paraiso perdido, III).

   Partiendo de la premisa de que los designios de Dios son inescrutables, cabe preguntarse por qué el dichoso árbol del conocimiento estaba plantado en el Paraíso, jardín idílico de placer, de paz y de bienaventuranza donde no tenía ni debía tener sitio la  el señuelo o la trampa, ¿qué hacía allí aquella higuera de secano? ¿Cómo entró o dejaron entrar a la bicha? Y es lo que dice el refrán: quita la causa, quita el pecado. Fueran las causas que fueren, esta insólita conducta nos ha legado un desmesurado patrimonio vital y vitalicio con saldo escandalosamente deudor que hipoteca nuestra economía material y espiritual, resaca inextinguible que seguimos puntualmente pagando. No es menos cierto que solucionó el apocalíptico dilema que a la condición humana se planteaba: si no probaba el fruto prohibido estaba condenada a vivir eternamente en la ignorancia y en la construcción de su futuro.

   Pero el enfrentamiento con la nueva realidad, dura y hostil que les rodeaba, lejos de las añoradas delicias del Edén y encima gravados con la pérdida de la inmortalidad, polvo eres y en polvo reconvertirás (El Génesis, 3-19), repercutió en el ánimo de Adán, y como es habitual en la convivencia; surgen discrepancias y desavenencias, y lo que es peor, se produce el distanciamiento físico y espacial de la pareja. Adán, tal vez arrepentido y desesperado, no se le ocurrió otra cosa, según la tradición rabínica, que meterse en el agua hasta la nariz, penitencia que estuvo cumpliendo durante ciento treinta años hasta que el arcángel Rafael decidió intervenir logrando la reconciliación de ambos.
   Moisés elude nombrar los hijos de Adán y Eva, principalmente porque las hembras no entran en la serie genealógica, pero al parecer hubo más descendencia:

Y fueron los días de Adán, después que engendró a Seth, ochocientos años, y engendró hijos e hijas (El Génesis, V-4).

   Remitiéndonos a Flavio Josefo (Antigüedades de los judíos), nuestros primeros padres tuvieron 32 hijos varones y 23 hijas. Después de tantas vicisitudes no cabe la menor duda de que Adán era un mozalbete grandullón, macizo, prolífico y rubio:

Padre universal del género humano, a quien Dios formó del limo de la tierra, que por aver sido roxa y encendida de color, salió con la mesma calidad de ser  rubio. (Cobarruvias).    

   Una muestra de su impresionante complexión física la tenemos en la huella de su pie en la cima del Adam’s Peak (2.240 m.) en Sri-Lanka, con una medida desde el dedo gordo hasta el talón de dos metros, mientras que la del otro pie se encuentra a 159 kilómetros de distancia. La tradición también nos cuenta que anduvo por Montilla (Córdoba), señal de que era un incansable andarín, quizá en su vano intento de encontrar un resquicio por el que meterse de nuevo en el añorado Paraíso, vigilado por querubines armados de espadas flamígeras, y andaban alrededor, para guardar el árbol de la vida.

   Aún hubo de pasar por un trance amargo, extraño y desconocido, al ver a su hijo Abel exánime, rígido y sin respirar; acababa de descubrir la  muerte; ¿sabía Caín las consecuencias de la agresión a su hermano, y por qué? Pudo ser por soberbia, envidia, pero también por celos al no esta conforme con que de las dos gemelas, Lebhudha y Quelimat, a él le asignaron la segunda mientras que la primera, que era su preferida, se la concedieron a su hermano menor.
   ¿Y con aquél cuerpo inmóvil, qué? Adán y Eva lo enterraron fijándose en lo que hacía un cuervo con un pájaro de la misma especie. Primera muerte y primera inhumación ocurrieron, se dice, en la actual Damasco. Naturalmente, también le llegó su hora al padre del género humano a los novecientos treinta años recién cumplidos, edad, año más, año menos, a la que se moría todo el mundo en aquella época, y murió, apostilla la Biblia. Según una tradición, recogida en ciertos ámbitos cristianos, Adán fue enterrado en el Gólgota (monte de la calavera), o Calvario, donde se clavó la cruz en la que fue enterrado Nuestro Señor Jesucristo.

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