Alberto Casas.
Yo la he cruzado y la he visto, y
siempre su visión me ha maravillado y
sorprendido, pero siempre, también, y no sé porqué, me confundía y
abrumaba. Unas veces navegando hacia el gélido Bóreas, otras singlando hacia el
mediodía austral; por cierto, que con rumbo hacia la luminaria colgada del
norte verdadero, a Polaris, el oxidado navío perdía velocidad: es que vamos cuesta arriba, nos decía el
barbudo capitán y sin duda experto navegante, de esos que algunos llaman lobos de mar. Sin embargo, cuando le
dábamos la espalda a la estrella del norte y la aguja náutica buscaba la diamantina
Cruz del Sur, ganábamos una o dos millas más por hora: es que vamos cuesta abajo, nos
explicaba el capitán, el Viejo, como le llamábamos y en voz baja le
nombraban los cachazudos tripulantes.
He constatado mis
datos y experiencias con otros, jubilados o pensionistas,
mayormente, que han observado y vivido el singular fenómeno, llegando a la
conclusión de que la anchura y color de la Línea del Ecuador están supeditadas a una
serie de causas y efectos, como pueden ser, entre otros muchos, la mayor o
menor intensidad del gradiente, o por las discontinuidades de los campos de
presión, o a la salinidad del agua del mar, de las bochornosas calmas
tropicales (de sol y moscas, como dicen los marineros), de las
lluvias torrenciales y tormentas, y, cómo no, y son las principales, de la
esperanza y de la fe, y sobre todo de no perder la ilusión, o, por lo menos,
conservarla. Cualquiera de estos valores, físicos, espirituales o
imaginarios, pueden originar estos cambios, pero lo sorprendente es que esta
explosión de luz sólo se produce, generalmente, una vez al año al paso del Sol
por el primer punto de Cáncer – solsticio de verano -, momento en el que la
estrella Sirio (Alfa Canis Maioris), después de setenta días casi
oculta, aparece brillando con más intensidad que todos los luceros de todas las constelaciones del firmamento
juntas.
En general, y a ojo
de buen cubero, podemos estimar que como término medio la anchura de la
resplandeciente banda suele oscilar entre los ochenta y ciento sesenta y
cuatros pies, pulgada más, pulgada menos, mientras que su cromatismo abarca un
abanico de tonalidades que se abre desde las grisáceas satinadas hasta los
celestes muy claros, o desde los azogues plateados a los cobaltos muy luminosos.
Mi mayor y mejor
recuerdo se remonta a una noche canicular de Junio, muy oscura - era novilunio
-, que son las mejores para navegar por su amplio campo de visibilidad. Noche
tibia y de calma chicha, apenas faltaban
unas dos millas para alcanzar el cero grado, cero minutos y cero segundos, y el
Carro (Osa Mayor) acababa de
zambullirse en las azabaches profundidades, mientras las cuatro estrellas de la Cruz del Sur reclamaban el
imperio de su hemisferio, cuando, en la etérea raya del límite marino empezó a
desplegarse un ribeteado fulgor, extenso y larguísimo, que se perdía en el
invisible linde del horizonte acompañado de algo así como el chasquido de una
fina llovizna de chispas crepitantes.
Conforme
avanzábamos, el centelleante restallido de miríadas y miríadas de refulgentes
estrellitas se iba mostrando cada vez con mayor nitidez y alborotado estrépito.
Es imposible describir el magistral instante en que el branque, en su mórbida
colisión (yo juraría que sentí el golpe contra el gualdo balduque), abrió
besanas en la titilante cinta dorada de luz, retozando sus brincadoras
auríferas pepitas con la tornasolada espuma de las olas que enriscaban la proa
en su ortodrómica derrota. Pasmo, impresión y silencio.
Yo calculé,
mentalmente, que aquella noche la envergadura de la Línea Equinoccial debía andar alrededor de los
cincuenta metros, que es, según me han informado personas versadas en la
materia, la máxima amplitud que hasta ahora, que se sepa, se ha apreciado grosso modo.
Tiempo ha, ¡vade retro!, la Santa Inquisición
hospedaba en la trena, torturaba e incluso chamuscaba a quienes mentaban este
prodigio, o aludían a él, maguer sólo fuera de soslayo; y no digamos la suerte
que esperaba a los cuitados que afirmaban que con esos sus ojos habían
contemplado el dorado trazado del circulo máximo que parte al mundo por la
mitad. El obstinado Tribunal los tachaba, unas veces de posesos, o de marranos otras, y de herejes casi siempre;
no faltaban los que eran acusados de íncubos, o de compadres del Maligno, y a
algunos de ser adictos al pecado nefando,
o de refugiarse en profundas cavernas en las que, en orgiásticos aquelarres,
compartían con el cabrón toda clase de juegos obscenos, lascivos y sacrílegos;
con decir que ni los santos ni las
santas tampoco se libraban de la pesquisa inquisitorial....., y si no que se lo
pregunten al púdico don Quijote, que al explicarle a Sancho que la esfera
celeste se compone de coluros, líneas, paralelos, equinoccios, etc. (II-29), en
mala hora le dijo: que si todas estas
cosas supieres, o parte dellas, vieres claramente qué de paralelos hemos
cortado, qué de signos visto y qué de imágenes hemos dejado atrás y vamos
dejando ahora; bueno, pues estas palabras le costaron que el Santo Oficio
le quemara su biblioteca (I-6).
Aún hoy,
según las lenguas de doble filo, el estigma persigue a los ecuatovidentes afirmando que, no sólo no son admitidos en
determinadas instituciones políticas y financieras, por no decir todas, sino
que pretenden masacrarlos; hasta les han inventado nombres para identificarlos
y ficharlos; ahora son los Prometeos,
los scratches, perroflautas y no sé cuantas perlas más; para anularlos lanzan
contra ellos consignas, decretos encerrados en cajas de pandora, y así
demás entes con personalidad jurídica propia, rimero de motivos por los que la
basca anda mohína, cabreada, desahuciada, suicidada y preferenciada.
Y eso que
bien claro lo proclamó Juan (8,43-46): ¿Por
qué no entendéis mi lenguaje? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?.
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