A. Casas.
No deja de ser sorprendente que una guerra, que duró nueve años, desde 1739 hasta 1748, sea conocida con tan estrambótico nombre, la oreja de Jenkins, nombre acuñado por Thomas Carlyle. Casi parece cosa de broma, pero, desgraciadamente, una guerra puede calificarse de muchas maneras menos de una broma, y más aún de las acciones navales que en ella se desarrollan, donde sin trincheras ni refugios, la oficialidad y marinería de los navíos, o de las escuadras, han de enfrentarse a los cañones enemigos casi a pecho descubierto; baste recordar que, en Trafalgar, España perdió más de mil hombres y alrededor de treinta y cinco jefes y oficiales (Gravina, Churruca, Alcalá Galiano, Alcedo, etc); los ingleses no tuvieron ni la mitad de bajas, aunque entre ellas se encontraba la del almirante Nelson. Por cierto que el Rayo, de cien cañones, desmantelado y sin arboladura, fue apresado por los ingleses, pero el recio temporal que reinaba en la zona lo arrojó a la playa de Matalascañas (Huelva), aproximadamente a dos millas al oeste de Torre la Higuera , y a unos ocho metros de profundidad, donde su restos aún se encuentran (Refª: Antonio Payno).

Los partidarios de la guerra estaban dirigidos por el duque de Newcastle que difícilmente podían ser controlados por el Primer Ministro Walpole, pero, al fin, el duque encontró el gran motivo para inclinar a la opinión pública a su favor, magnificando y dramatizando un episodio sin apenas importancia, o no tanta como se le dio.
Robert Jenkins era el armador y patrón de una pequeña embarcación, la Rebecca , que vivía del contrabando entre la Florida y la isla de Cuba, y que por el escaso porte y valor de las mercancías que comerciaba no merecían la atención de las autoridades de La Habana que hacían la vista gorda a los trapicheos del inglés; pero un mal día de 1731, el capitán Fandiño, al mando de un guardacostas, la Isabela , abordó en altamar a Jenkins con el propósito de ejercer el derecho de visita reglamentario, mas el patrón se negó rotundamente y con tal furia que Fandiño se vio obligado a desenfundar su pistola y descerrajar un tiro que arrancó media oreja al contrabandista, quien, de vuelta a la Florida presentó la oportuna queja al gobernador que envío a Londres un informe lleno de fantasías y falsedades manipulando el incidente. Este era el gran pretexto que necesitaba el duque de Newcastle que trajo a Jenkins al Parlamento para que, bien aleccionado y con una oreja en la mano, narrara el episodio del que fue víctima, contando mil humillaciones y torturas recibidas, aunque no se le exigió el oportuno juramento sobre la veracidad de su declaración que finalizó con un teatral y patético encomendé mi alma a Dios y mi causa a la patria.
Pero el indignado pueblo inglés tragó el anzuelo reclamando la reparación de la afrenta que solo podía ser lavada con la inmediata declaración de la guerra contra España. Walpole, en principio, logró frenar las airadas protestas, alcanzando (Convención del Pardo) un acuerdo con la Corona española que se comprometía a conceder una indemnización de 95.000 libras por los daños causados que Felipe V se negó a pagar, si antes no recibía las 68.000 libras que le debían la Compañía del Mar del Sur y la Compañía Real , ambas británicas, cantidad estipulada en el Tratado de Asiento de Negros (26 de Marzo de 1713) por el que se las autorizaba a la introducción de esclavos negros (144.000) en las Indias por tiempo de treinta años.
La suerte estaba echada y el rey Jorge II declaró la guerra el 30 de octubre de 1739, gesto al que correspondió Felipe V el 28 de Noviembre. La contienda fue larga y dura, y en ella destacó la más brillante y última guerra del corso, en la que participaron dos corsarios de Huelva, el onubense José Valera, propietario del buque longo Nuestra Señora de la Soledad , y el moguereño Manuel Romero, capitán y dueño del San Antonio y las Ánimas, que hicieron numerosas presas a lo largo de la costa portuguesa.

Cuando se supo la vergonzosa verdad del desastre, el rey Jorge II prohibió que se hablara, comentara o publicara nada de lo ocurrido, ni que los historiadores la contaran. Era una página que había que borrar de la Historia de Inglaterra.
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