MEDITERRÁNEO
Alberto Casas.
Desde tiempos inmemoriales las relaciones de España con los reinos del norte de África estaban condicionadas a una situación casi perenne de casus belli, especialmente después de la expulsión de los moriscos por Felipe III en XXX, y por otra parte a causa de la lacerante actividad pirática de los berberiscos (los hermanos Barbarroja, Uluch Alí, Dragut, Arnaut Mamí y mil más). Al subir al trono Carlos III, sucediendo a su hermano Fernando VI, uno de sus objetivos políticos los encaminó a resolver estos conflictos empezando por Marruecos, encargando a fray Bartolomé Girón y al prestigioso marino Jorge Juan que establecieran contactos diplomáticos con el rey Sidi Mohamad ben Abdalá; las conversaciones y los muchos y costosos regalos con que le obsequiaron, convencieron al sultán a firmar, en 1767, un Tratado normalizando las relaciones tanto políticas como comerciales. Pero, sorprendentemente, el 19 de septiembre de 1774 el rey de Marruecos, a través del gobernador de Ceuta, envió una carta al rey de España comunicándole su inquebrantable intención de recuperar las plazas norteafricanas en poder de los españoles, conocidas como presidios, desde Orán (había sido conquistada en 1732) a Ceuta, imponiendo un plazo de cuatro meses para su entrega de manera pacifica, alegando que el Tratado se establecía que la paz por la mar, no en cuanto a las ciudades que estaban en su territorio; con esta intimidatorio misiva, el sultán repetía la misma estrategia que había utilizado con los portugueses que le entregaron sin resistencia alguna la ciudadela de Mazagán. Carlos III, por el contrario, no se intimidó por la bravata sino que, por el contrario, le acusó de romper la armonía entre ambos países declarando el estado de guerra a partir de ese momento; la respuesta de Marruecos fue mandar un potente ejército al asedio de Melilla, del Peñón dela
Gomera y Alhucemas.
Desde tiempos inmemoriales las relaciones de España con los reinos del norte de África estaban condicionadas a una situación casi perenne de casus belli, especialmente después de la expulsión de los moriscos por Felipe III en XXX, y por otra parte a causa de la lacerante actividad pirática de los berberiscos (los hermanos Barbarroja, Uluch Alí, Dragut, Arnaut Mamí y mil más). Al subir al trono Carlos III, sucediendo a su hermano Fernando VI, uno de sus objetivos políticos los encaminó a resolver estos conflictos empezando por Marruecos, encargando a fray Bartolomé Girón y al prestigioso marino Jorge Juan que establecieran contactos diplomáticos con el rey Sidi Mohamad ben Abdalá; las conversaciones y los muchos y costosos regalos con que le obsequiaron, convencieron al sultán a firmar, en 1767, un Tratado normalizando las relaciones tanto políticas como comerciales. Pero, sorprendentemente, el 19 de septiembre de 1774 el rey de Marruecos, a través del gobernador de Ceuta, envió una carta al rey de España comunicándole su inquebrantable intención de recuperar las plazas norteafricanas en poder de los españoles, conocidas como presidios, desde Orán (había sido conquistada en 1732) a Ceuta, imponiendo un plazo de cuatro meses para su entrega de manera pacifica, alegando que el Tratado se establecía que la paz por la mar, no en cuanto a las ciudades que estaban en su territorio; con esta intimidatorio misiva, el sultán repetía la misma estrategia que había utilizado con los portugueses que le entregaron sin resistencia alguna la ciudadela de Mazagán. Carlos III, por el contrario, no se intimidó por la bravata sino que, por el contrario, le acusó de romper la armonía entre ambos países declarando el estado de guerra a partir de ese momento; la respuesta de Marruecos fue mandar un potente ejército al asedio de Melilla, del Peñón de
La guarnición melillense apenas contaba con unos setecientos hombres
mandados por el mariscal de campo don Juan Sherlock, que opuso una tenaz y heroica
defensa hasta la llegada de una escuadra mandada por don Francisco Hidalgo de
Cisneros que logró levantar el sitio de la ciudad, casi totalmente destruida y
con numerosas muertes causadas por la artillería marroquí que atribuyeron su
derrota al Bey de Árgel por no haber atacado a Orán tal como, al parecer,
habían acordado, falta de apoyo que les movió a la firma de un nuevo Tratado de
Paz que los argelinos, no sólo no suscribieron, sino que intensificaron sus actos de piratearía contra las costas y
las naves españolas, actividad que se determinó combatir enviando, en 1775, una
poderosa flota con unos 20.000 hombres entre infantería, caballería y
artillería al mando del conde O’Reilly, el cual ordenó el desembarco en una
zona que desconocía, siendo presa fácil de los defensores argelinos que
diezmaron la tropa obligándola a retirarse y reembarcarse de forma desordenada
y confusa dejando en la playa más de 5.000 muertos y una cuantiosa pérdida de
material bélico. La derrota fue humillante recayendo las culpas en la
incompetencia de O’Reilly, objeto además de burlas y escarnio en coplillas,
como la que decía:
A las ocho a Argel llegó,
a las nueve vio moros malos,
a las diez llevó de palos
y a las once, al fin, huyó.
El fracaso provocó un cambio de política, entendiéndose que la paz
pasaba, primero y necesariamente, por lograrla
con el Imperio Turco, lo que se consiguió el 14 de septiembre de 1782,
firmándose en Constantinopla, y en la que el sultán Abdul Hamid instaba a
Argelia, Túnez Y Tripoli a que también ratificaran el convenio, petición que
fue rechazada por Argelia para no perder los beneficios que obtenía de la
piratería. Ante esta actitud beligerante se armó una escuadra conducida por el almirante
Barceló, que en Agosto de 1783 bombardeó el puerto berberisco causando grandes
daños en la población y en sus fortificaciones costeras, no siendo suficiente el
castigo para que se entablaran negociaciones; Barceló volvió en 1784 con una
armada más poderosa a la que se habían incorporado navíos de Nápoles, Portugal
y de la Orden
de Malta, repitiendo el duro escarmiento del año anterior, que si bien no
disuadió de su intransigencia a los argelinos, por el contrario los de Trípoli
se apresuraron a firmar la paz y Túnez comenzó a mostrar deseos de negociarla;
informado el Bey de Argelia de que se estaba armando una escuadra muchos más
numerosa que las anteriores, se apresuró a solicitar una tregua y el inicio de
conversaciones que culminaron con la firma del tan deseado Tratado de Paz que,
final y afortunadamente, se firmó en Junio de 1786, en el que principalmente se
acordaba la renuncia total y el abandono de las actividades piráticas y
corsarias, después de siglos de luchas y contiendas que perjudicaban gravemente
la seguridad de nuestras costas y de sus pobladores, del comercio y de la
navegación, quedando el Mediterráneo libre de enemigos, de tribulaciones y de
inquietud constante, aunque corría el rumor de que la paz solo fue posible
mediante la entrega de 14 millones de reales que el Bey de Argel había pedido a
Floridablanca.
Una de las consecuencias de esta anhelada situación de paz consistió, por Real Decreto del 28 de mayo de
1785, en la creación de la nueva enseña nacional basada en los tradicionales
colores rojo y amarillo que lucían los uniformes de los soldados de los Tercios
españoles, razón por la que eran conocidos como papagayos y que, a partir de ese instante, también debería ondear
en los mástiles de los navíos de la marina española:
Para evitar los inconvenientes y perjuicios que ha
hecho ver la experiencia, la bandera nacional de que usa mi armada naval y
demás embarcaciones españolas, equivocándose a largas distancias o con vientos
calmosos con las de otras naciones, he resuelto, que en
adelante usen mis buques de guerra de bandera dividida a lo largo en tres
listas, de las que la alta y la baxa sean encarnadas, y del ancho cada una de
la quarta parte del total, y la de en medio amarilla, colocándose en ésta el escudo de mis reales armas,
reducidos en los dos quarteles de Castilla y León con la corona real encima.
El proyecto aprobado de la nueva bandera recayó en el presentado por el
entonces Ministro de Marina don Antonio Valdés, acabando con la confusión de
los estandartes de las marinas borbónicas que todas enarbolaba banderas blancas.