Moguer, un pueblo blanco de
Huelva, acostado en la margen izquierda del río Odiel, el Urium tartésico, nace
en 1881 Juan Ramón Jiménez Mantecón, el poeta del siglo XX español, innovador y rebelde, blandiendo la ética y la estéEn tica como sus grandes armas con las que
emprende su particular guerra de lo nuevo
contra lo viejo. El mismo lo explica así:
Cuando solo cuarto en mi, huyendo de la conversación vulgar y baja de
miras, me deleito saboreando manjares de mis inspiraciones; cuando lejos de la vida
material y solitario en el rincón de mi pueblo, me olvido del gran mundo que se
agita tras mis horizontes, impulsado por móviles rastreros; pienso amargamente,
con desprecio y compasión, en esos seres miserables que no sienten, que no
piensan, que no lloran.
Quien estas líneas
escribe, poco o nada sabe de métrica, ni de la obra de Juan Ramón, aunque, como
disculpa, pobre disculpa, confiesa que es un apasionado leedor de Platero y yo,
que el propio poeta definió como un gran
movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza; no lo encuadra, por tanto, como una nueva tendencia
literaria, sino como la manifestación lírica de una actitud estética, nacida de
un estado de ánimo. Hablamos del modernismo
español para diferenciarlo del decadente francés y del deslumbrante hispanoamericano, introductor del movimiento
a través de Rubén Darío. Una muestra de esta forma de expresión espiritual la
encontramos, precisamente, en Platero,
en cualquiera de sus capítulos, por ejemplo, el titulado El Corpus (LVI):
Entrando por la calle de la
Fuente , de vuelta del huerto, las campanas, que ya habíamos
oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con su pregonera coronación de
bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y
estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona metalería de
la música. La calle, encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de
chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas de damasco granate, de percal
amarillo, de celeste raso, y, donde hay luto, de lana cándida, con cintas
negras. Por las últimas casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que,
entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que lo
gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la procesión. La bandera carmín, y San
Roque, Patrón de los Panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y
San Isidro, Patrón de los Labradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas
de más colores, y más Santos, y luego Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y San José,
pardo, y la Inmaculada ,
azul. Al fin, entre la guardia civil, la Custodia , ornada de espigas granadas y de
esmeraldinas uvas agraces su calada platería, despaciosa, en su nube celeste de
incienso. En la tarde que cae, se alza limpio, el latín andaluz de los salmos.
El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del Río, de oro
viejo de las dalmáticas y capas pluviales. Arriba, en derredor de la torre
escarlata, sobre el ópalo terso de la hora serena de junio, las palomas tejen
sus altas guirnaldas de nieve encendida....Platero, en aquel hueco de silencio,
rebuzna. Y su mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete, con el
latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro misterio del
día; y el rebuzno, se le endulza, altivo, y, rastrero, se le diviniza....
A la vista está que
no se trata de una descripción gráfica y academicista, hasta entonces al uso,
sino que en ella laten, sobre todo, la impresión y las sensaciones que le
producen el procesional desfile. Un poeta lo recitará como si de poesía pura se tratara; un melómano, tal
vez, lo que primero perciba sea su musicalidad, un arabesco musical, decía Ramiro de Maeztu; y un pintor paseará por
una galería de cuadros impresionistas pintados con la pluma palabrera del poeta
de Moguer, pero, sobre todo, se desvela la gran belleza que se esconde en las
cosas más sencillas y naturales.
El pueblo blanco,
la calle encalada, la nieve encendida; el negro; la almagra (óxido de hierro);
el rojo, granate, la bandera carmín (rojo intenso), escarlata; rosa; la calle
verdea, la bandera glauca (verde claro), esmeraldinas uvas agraces (sin
madurar); azul, celeste; amarillo, oro viejo; pardo; el bronce campanero y la
metalería de cegadores reflejos: todos los colores que sentían y brocheaban Manet,
Monet, Degas, Renoir o Pisarro. Juan Ramón no era mal pintor y tuvo durante un
tiempo hospedado en su casa a Sorolla, el pintor de la luz deslumbrante y de
sus soleadas sombras.
En los actos que se celebran con
motivo del cincuenta aniversario de la concesión del premio Nobel en 1956 (Juan
Ramón murió dos años más tarde en San Juan de Puerto Rico), se recordó a una
persona que fue fundamental en la vida del poeta moguereño: su esposa, Zenobia
Camprubí; pero, no parece sino que, al lado del homenaje que con toda justicia
se le tributó, se vislumbraba el riesgo de relegar a un segundo plano la figura
del autor de Platero y yo, del Diario de un poeta recién casado (mi mejor libro, le dice a Ricardo
Gullón, en 1952), en el que aporta el revolucionario “verso libre”; de Dios deseado y deseante, y mil más.