martes, 30 de junio de 2015

EL DOCTOR TORRALBA





Alberto Casas.
        
    El extraño vuelo que el conquense Eugenio Torralba (Doctor para unos, Licenciado para otros) realizó a Roma el 27 de mayo de 1527, a volandas de su ángel bueno Zaquiel, para que fuera testigo del saco de la ciudad por las tropas imperiales y de la muerte en el asedio del condestable de Borbón, le convirtió casi en un mito entre el pueblo que le admiraba, aunque también le infundía un gran respeto su fama de nigromante. El viaje a la Ciudad Eterna duró hora y media, el mismo en las calles de la fede perduta, eran contados por el médico con todo lujo de detalles en Valladolid, y coincidentes totalmente con las noticias oficiales que llegaron casi una semana después. Tan sonado fue el caso, ya milagroso, ya por intervención demoníaca, que de él se hicieron eco los más importantes escritores de la época, como Luis Zapata (Carlo famoso), y, cómo no, el mismísimo Cervantes que en el Quijote (II-41) compara el episodio del volador caballo mecánico Clavileño con el vivido por el popular Torralba, cuya insólita aventura aérea aún permanecía viva en el recuerdo setenta y tantos años más tarde. Leemos en la novela del Ingenioso Hidalgo:

En esto unas estopas ligeras de encenderse y apagarse desde lejos,  pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que se olía la patraña, dijo a su señor:

Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.
No hagas tal, respondió don Quijote, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas, llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos, y los abrió y se vio tan cerca a su parecer del cuerno de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no desvanecerse.
   En las doce horas está incluido el tiempo que desde el aire contempló todo lo que en la capital pontificia sucedía.
   La notoriedad y difusión del extraordinario suceso se debió, en gran parte, a la denuncia de un amigo de Torralba a la Inquisición de Cuenca que, inmediatamente, decidió investigar el caso, empezando por la inmediata detención del médico y el consiguiente proceso en los eclesiásticos tribunales.
   A pesar de que, como era habitual, se utilizó la tortura para arrancarle la verdad, no encontraron indicios algunos de herejía o desviación de la fe católica, ni de obra, ni de palabra, ni siquiera que tuviera pactos con el Maligno; por lo tanto, los celosos guardianes de los dogmas de la Iglesia no tuvieron más remedio que sobreseer la causa. Además, en el ánimo de los inquisidores pesó la evidencia de otros viajes realizados en condiciones más o menos parecidas e incluso más portentosos por obispos, santos y reyes (el mismísimo Carlomagno), y de cuya fiabilidad no se podía dudar. Finalmente, los sesudos jueces del Santo Oficio salvaron su prestigio absolviéndole y permitiéndole la reconciliación y abandono del hábito penitencial, pero, advirtiéndole de que los paseos por el aire, a partir de entonces, se habían terminado para siempre jamás; por último, le ordenaron la expulsión del pícaro Zaquiel, en cuanto que ni su nombre ni sus atributos figuraban en la nómina de ángeles buenos admitidos por la Santa Madre Iglesia que sólo reconocía, como auténticos, a Miguel, a Gabriel y a Rafael que, por otro lado, eran arcángeles, que es más que ángeles.
El juicio de todas formas, no perjudicó la fama de Torralba como médico, pues en sus últimos tiempos aparece prestando sus servicios como galeno del Almirante de Castilla, don Fadrique Enriquez.
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La verdad es que la Suprema apenas si se molestaba en perseguir a brujos, magos y hechiceros más que en casos muy excepcionales y escandalosos, como el aquelarre de Zugarramurdi. Generalmente, se los quitaban de en medio con una severa amonestación y unos cuantos latigazos, o, alguna vez que otra, con el destierro y la prohibición de continuar con semejantes supercherías. En el Coloquio de los perros, Cervantes se ocupa de las célebres Camachas que, por encargo, convertían a hombres y mujeres en animales, sobre todo caballos, que eran los que mejor les salían. Las Camachas eran de Montilla, de donde, según la tradición, era el vino que el Señor consagró en la Última Cena.
Quizás esta inhibición inquisitorial se debiera a que la mayoría de ellos, la nobleza y los reyes, eran y han sido aficionados a la astrología y a la alquimia, manteniendo a una cohorte de augures, herbolarios y expertos en pócimas, conjuros, sortilegios y velas negras (Nostradamus, Sor María de Agreda, Cagliostro, Saint Germain, Rasputín, etc.)... .