lunes, 1 de diciembre de 2014

EL PASTELERO DE MADRIGAL

Alberto Casas.          

Al norte de Ávila  está situada la villa de Madrigal de Altas Torres, famosa, no sólo por su célebre convento de las madres agustinas de Nuestra Señora de la Victoria, sino porque en ella se fraguó la trágica patraña protagonizada por el farsante Gabriel de Espinosa que montó, o se brindó a interpretar la zafia pantomima con la cooperación del monje agustino portugués fray Miguel dos Santos, vicario del convento desde hacía once años, y en el que se hallaba enclaustrada, desde los seis años de edad, la desgraciada doña Ana de Austria, hija natural del héroe de Lepanto, que se negaba a profesar los votos de la Orden pues imperaba en su espíritu y en su razón la rebeldía ante la injusta y forzada reclusión conventual ordenada por su tío el rey Felipe II, sin que el tiempo ni el austero recogimiento lograran aplacar sus incontenibles ansias de libertad y de disfrutar de la vida mundana que a una mujer de su temple y rango correspondía.
    El fraile se hallaba desterrado por su adhesión al pretendiente don Antonio, prior de Crato,  hijo de una judía llamada la Pelicana y del infante don Luís, duque de Beja, hermano del rey Juan III de Portugal. El azar o el fruto de un plan preconcebido entre 1593 y 1594, aparece por Madrigal un tal Gabriel de Espinosa, de oficio pastelero, acompañado de su ama, la gallega Inés Cid y de una niña pequeña que dice llamarse Isabel Clara Eugenia, como la hija mayor y favorita de Felipe II. Inmediatamente entabla una gran amistad, si es que no provenía de antes, con fray Miguel de Espinosa, quien, a la vez, le presenta a la reclusa conventual doña Ana de Austria, convenciéndola de que se trata del desaparecido don Sebastián I, el verdadero rey de  Portugal, derrotado por los moros en la batalla de Alcazarquivir, en 1578, donde murieron cerca de 30.000  portugueses aunque el cadáver del rey nunca se encontró, lo cual dio lugar a que se produjera un movimiento milenarista llamado sebastianismo, basado en el convencimiento de que el rey estaba vivo y muy pronto aparecería ante su pueblo. Los orígenes de esta doctrina pseudo profética, se remontan a la difusión de la obra Paráfrase e Concordança de Algunas Profecías de Bandarra, escrita entre 1536 y 1540 por el zapatero de la villa de Trancoso (Portugal) Gonzalo Anes Bandarra, en la que, en una serie de trovas, profetiza la venida a Portugal de un soberano mesiánico llamado O Encoberto, que instaurará la paz universal y el triunfo de la Cristiandad. Bandarra fue quemado por la Inquisición en el Auto de Fe celebrado en Lisboa en 1542, aunque se duda de que tuviera sangre judía, y muchos historiadores sostienen que fue indultado y desterrado a su pueblo de Trancoso, donde murió.

  La desaparición de don Sebastián y la muerte sin descendencia de su único y legítimo heredero, el anciano cardenal-infante don Enrique en 1580, justifican los derechos de Felipe II, hijo de Dª Isabel, mujer de Carlos I, que a su vez era hija de don Manuel de Portugal, títulos que el monarca español resenta para la unificación de la península ibérica con la anexión de Portugal: “yo  lo heredé, yo lo compré y yo lo conquisté”, alega el Rey Prudente, que en principio fue reconocido por los portugueses en las Cortes de Thomar en 1581, tras la muerte del Infante don Enrique. Sin embargo, parte de los portugueses reaccionan convirtiendo al Encoberto en el añorado don Sebastián, abonando la creencia de que muy pronto se presentará expulsando al usurpador español.
   El fraile Miguel dos Santos, que había conocido al rey en Lisboa, afirmaba que el pastelero era sin duda alguna don Sebastián, y una gran semejanza debía tener según lo describen los cronistas de la época:

en el talle, figura del cuerpo, facciones del rostro, ojos azules, cabello rubio donde no era cano, las cejas del mismo color, la boca y lo demás del aire y compostura, y en el modo de hablar arrojadizo y determinado, en los meneos y modo de andar, de lado. Y aunque era algo más enjuto de rostro que el rey don Sebastián, según su edad, se persuadió de los trabajos que había padecido

   Poco trabajo les costó embaucar a la incauta doña Ana que ya se veía ciñendo la corona de Portugal y casada con el que creía su primo, para lo cual requirió la oportuna licencia del Papa, así como una carta para el pretendiente don Antonio refugiado en París, y otra para el rey de Francia solicitándole ayuda, incluso militar si fuera preciso. El pastelero emprendió viaje con unas joyas que la monja le dio para cubrir sus gastos, pero el fingido rey, una vez llegado a Valladolid, hizo ostentación de las alhajas que llevaba en un burdel donde fanfarroneó de su real condición. La ramera que le acompañaba, sospechando que podían ser robadas, lo denunció a la justicia que inmediatamente procedió a su arresto. Su declaración interesó al Alcalde de Crimen de la Chancillería  don Rodrigo Santillán, que intuyó se trataba de un caso grave e importante y que su intervención podía beneficiarle provechosamente en su carrera, así que retuvo al impostor del que obtuvo la confesión plena de la conspiración urdida, procediendo inmediatamente a su encierro en la cárcel de Medina del Campo, mientras el fraile fue conducido a Madrid. Ambos fueron acusados de alta traición y el pastelero, además, de embustero y que siendo hombre baxo se hizo persona real. Gabriel de Espinosa fue ahorcado el 1 de Agosto de 1595, su cuerpo arrastrado y descuartizado y su cabeza expuesta en el potro de Madrigal, mientras que el fraile, una vez degradado, fue ahorcado en Madrid el 19 de Octubre, y su cabeza clavada al lado de la de su cómplice. Doña Ana fue condenada a encierro perpetuo en un convento de Ävila y la pérdida de todos sus títulos, y la infeliz Inés Cid a sufrir una tanda de azotes y la expulsión del pueblo.
   Felipe II, desde el Escorial, siguió con gran atención las incidencias del proceso, falleciendo en 1598 sin otorgar a su sobrina el perdón que reiterada y vehemente le suplicaba. Más compasión tuvo Felipe III de su arrepentida prima, permitiéndole volver al convento de Madrigal en el que llegó a ser Priora, y más tarde Abadesa del monasterio de las Huelgas en Burgos.