lunes, 16 de diciembre de 2013

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ


  Alberto Casas.

          Moguer, un pueblo blanco de Huelva, acostado en la margen izquierda del río Odiel, el Urium tartésico, nace en 1881 Juan Ramón Jiménez Mantecón, el poeta del siglo XX español, innovador y rebelde, blandiendo la ética y la estéEn tica como sus grandes armas con las que emprende su particular guerra de lo nuevo contra lo viejo. El mismo lo explica así:

Cuando solo cuarto en mi, huyendo de la conversación vulgar y baja de miras, me deleito saboreando manjares de mis inspiraciones; cuando lejos de la vida material y solitario en el rincón de mi pueblo, me olvido del gran mundo que se agita tras mis horizontes, impulsado por móviles rastreros; pienso amargamente, con desprecio y compasión, en esos seres miserables que no sienten, que no piensan, que no lloran.

  Quien estas líneas escribe, poco o nada sabe de métrica, ni de la obra de Juan Ramón, aunque, como disculpa, pobre disculpa, confiesa que es un apasionado leedor de Platero  y yo, que el propio poeta definió como un gran movimiento de entusiasmo y libertad hacia la belleza; no lo encuadra, por tanto, como una nueva tendencia literaria, sino como la manifestación lírica de una actitud estética, nacida de un estado de ánimo. Hablamos del modernismo español para diferenciarlo del decadente francés y del deslumbrante  hispanoamericano, introductor del movimiento a través de Rubén Darío. Una muestra de esta forma de expresión espiritual la encontramos, precisamente, en Platero, en cualquiera de sus capítulos, por ejemplo, el titulado El Corpus  (LVI):

Entrando por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las campanas, que ya habíamos oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con su pregonera coronación de bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona metalería de la música. La calle, encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de chopos y juncias. Lucen las ventanas colchas de damasco granate, de percal amarillo, de celeste raso, y, donde hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las últimas casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos, que, entre los destellos del poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que lo gotean todo de rosa. Lentamente, pasa la procesión. La bandera carmín, y San Roque, Patrón de los Panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y San Isidro, Patrón de los Labradores, con su yuntita de bueyes; y más banderas de más colores, y más Santos, y luego Santa Ana, dando lección a la Virgen niña, y San José, pardo, y la Inmaculada, azul. Al fin, entre la guardia civil, la Custodia, ornada de espigas granadas y de esmeraldinas uvas agraces su calada platería, despaciosa, en su nube celeste de incienso. En la tarde que cae, se alza limpio, el latín andaluz de los salmos. El sol, ya rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del Río, de oro viejo de las dalmáticas y capas pluviales. Arriba, en derredor de la torre escarlata, sobre el ópalo terso de la hora serena de junio, las palomas tejen sus altas guirnaldas de nieve encendida....Platero, en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su mansedumbre se asocia, con la campana, con el cohete, con el latín y con la música de Modesto, que tornan al punto, al claro misterio del día; y el rebuzno, se le endulza, altivo, y, rastrero, se le diviniza....

   A la vista está que no se trata de una descripción gráfica y academicista, hasta entonces al uso, sino que en ella laten, sobre todo, la impresión y las sensaciones que le producen el procesional desfile. Un poeta lo recitará como si de poesía pura se tratara; un melómano, tal vez, lo que primero perciba sea su musicalidad, un arabesco musical, decía Ramiro de Maeztu; y un pintor paseará por una galería de cuadros impresionistas pintados con la pluma palabrera del poeta de Moguer, pero, sobre todo, se desvela la gran belleza que se esconde en las cosas más sencillas y naturales.

   El pueblo blanco, la calle encalada, la nieve encendida; el negro; la almagra (óxido de hierro); el rojo, granate, la bandera carmín (rojo intenso), escarlata; rosa; la calle verdea, la bandera glauca (verde claro), esmeraldinas uvas agraces (sin madurar); azul, celeste; amarillo, oro viejo; pardo; el bronce campanero y la metalería de cegadores reflejos: todos los colores que sentían y brocheaban Manet, Monet, Degas, Renoir o Pisarro. Juan Ramón no era mal pintor y tuvo durante un tiempo hospedado en su casa a Sorolla, el pintor de la luz deslumbrante y de sus soleadas sombras.
   En los actos que se celebran con motivo del cincuenta aniversario de la concesión del premio Nobel en 1956 (Juan Ramón murió dos años más tarde en San Juan de Puerto Rico), se recordó a una persona que fue fundamental en la vida del poeta moguereño: su esposa, Zenobia Camprubí; pero, no parece sino que, al lado del homenaje que con toda justicia se le tributó, se vislumbraba el riesgo de relegar a un segundo plano la figura del autor de Platero y yo, del Diario de un poeta recién casado (mi mejor libro, le dice a Ricardo Gullón, en 1952), en el que aporta el revolucionario “verso libre”; de Dios deseado y deseante, y mil más.
   Por último, conviene recordar que Juan Ramón era un buen amigo de otro gran poeta de Huelva, Rogelio Buendía, injustamente olvidado y con quien compartía ideas sobre el modernismo. En el prácticamente ya 2014, se cumple el Centenario de la publicación de su obra genial y maestra Platero y yo.