domingo, 28 de julio de 2013

LA PACIENCIA DEL SANTO JOB


Alberto Casas.

Dice la Biblia en El libro de Job:

Había en tierra de Hus un hombre, por nombre Job, y él era hombre sencillo y temeroso de Dios, y que se apartaba del mal» (I,1).
Y le nacieron siete hijos, y tres hijas» (I,2).
Y fue su posesión siete mil ovejas, y tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, y quinientos borricos, y muchísima familia: y este varón era grande entre todos los orientales» (I,3).

   En resumen, Job, además de bueno era un acaudalado burgués, cualidades que el Señor ponía como ejemplo de que se puede ser ambas cosas a la vez, rico y bueno. Pero el camandulero de Satanás, siempre al liquindoi, decía que sí, que era bueno, pero única y exclusivamente por interés, es decir, para que el Señor le amparara y de esta manera tener más ovejas, más camellos, más yuntas de bueyes, más borricos y más hijos, y le argumentaba a Jehová: quítale todo lo que posee y verás lo que te bendice y lo bueno que es (I,11).

     El Señor aceptó el envite, y a partir de aquel momento dispuso que un desastre tras otro se abatieran sobre la casa y bienes muebles e inmuebles del hombre bueno y rico. Un día llegaron los sabeos, que ya sabemos como se las gastaban, y se llevaron los bueyes, los asnos y encima mataron a todos los servidores. Otro día, un rayo mató a las ovejas y a los pastores, otro, los caldeos  le robaron los camellos, otro, un temporal de viento le derribó la casa matando a sus hijos. La Biblia dice que todo esto pasó en un solo día, pero debieron ser algunos más.
   Ante tanta desgracia, al más que bueno de Job que lo que había perdido en riquezas lo había ganado en paciencia, no se le ocurrió otra cosa que decir: desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá: el Señor lo dio, y el Señor lo quitó. Como agradó al Señor, así se ha hecho: bendito sea el nombre del Señor. Satanás, que es un agonía, no se dio por vencido e insistió: con salud todo se aguanta; así que el Señor de nuevo consintió en que le perjudicara la salud, aunque, eso sí, conservándole la vida, que no es poco. Y el Maligno puso manos a la obra, y aquí es donde radica el meollo de la cuestión: a Job se le ulceró todo el cuerpo, desde la planta del pie hasta lo alto de la cabeza. Y él sentado en un estercolero, con un casco de teja se rascaba la podre. Para mejor comprender la gravedad del caso hay que aclarar que en aquellos tiempos no había Seguridad Social y los únicos remedios consistían en frotarse con la aloe-vera y tomar jalea real que tampoco resultaron eficaces, y por si Job no sufría bastante, va la arpía de su mujer y le zampa: ¿aún te estás tú en tu simplicidad? Bendice a Dios, y muérete.
   En verdad, es justo y necesario reconocer que Job no sólo era bueno, pobre y paciente, sino, además, santo. Otro cualquiera hubiera reaccionado a cayado limpio, pero lo suyo no era la violencia de género, así que bajó la cabeza y siguió rascándose. El quid, como se ha dicho, estriba en saber qué males padeció en todo este infausto proceso sobre el que los exegetas no se ponen de acuerdo. Para unos, las úlceras eran pústulas fétidas llenas de gusanos y pus de un olor insoportable. Otros aseguran que eran secas, y para Crisóstomo se trataba de una lepra que le atacaba hasta los huesos, opinión que se sostiene en los Setenta.

   En los siglos XVI y XVII, los físicos, cirujanos, sangradores, barberos y protomédicos, compitiendo en conocimientos, nos endosan un historial de más de doce enfermedades y el P. Pineda localiza alrededor de treinta y dos, aunque predomina el criterio de que las dichosas llagas eran úlceras escorbúticas. Finalmente, en el siglo XVIII (la Medicina había avanzado bastante), se diagnostica una infección de naturaleza sifilítica, de ahí lo del mal de Job, que el P. Feijóo, que sabía de todo,  se apresuró a justificar que pudiera ser, pero dejando muy claro que el contagio no se había producido por contactos personales (y la arpía de su mujer ¿qué?), sino que la contaminación era heredada. Por lo visto hasta sus vergüenzas las tenía que daba repeluco verlas.
   Como los tiempos adelantan que es una barbaridad, creo que hoy con la medicina nuclear, los Tab, las resonancias, las células madre, los embriones, el ADN y el bicarbonato, debe ser cosa de coser y cantar descubrir el misterioso virus que dejó al mentado Job como lo dejó: hecho un asco y sin un euro. Sin duda, pertenecía a esa clase de santos que según algunos Padres de la Iglesia provocaban la envidia de los ángeles y el odio de los demonios.

   El Señor, como vio que Job era buena gente lo premió con munificencia devolviéndole la salud y el doble del patrimonio que tenía: catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil borricos, y además, tuvo siete hijas y tres hijos (que serían de  otra o de otras), muriendo, feliz y contento a los ciento cuarenta años de edad. Pero seguimos sin saber qué clase de, granos, llagas, espinillas, forúnculos y legañas cubrieron de arriba abajo al bueno y entonces ex rico Job, quizás porque a la Biblia lo que le interesa es enseñarnos que no sólo los ricos son buenos, sino que los pobres también pueden serlo. Pero  de lo que no se dice nada es de los que no son ni pobres ni ricos, sino de los otros, los entreveraos.

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martes, 23 de julio de 2013

¿ SAAVEDRA ?



Alberto Casas.

Miguel de Cervantes, y nada más; así es bautizado el 9 de Octubre de 1547 en la Parroquia de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares: fue bautizado Miguel, hijo de Rodrigo Cervantes y su mujer Leonor, reza en la partida de bautismo; y así, con este nombre y apellido navega, lucha, padece cautiverio durante cinco años en Argel y, una vez liberado, se desenvuelve por España hasta que, con casi cuarenta años de edad, inopinadamente, y a partir probablemente de 1584, empieza a llamarse y firmar con un segundo apellido: Saavedra; ya es Miguel de Cervantes Saavedra:  ¿Por qué Saavedra?

   Este es un misterio de los muchos sin resolver que rodean la vida del autor del Quijote, puesto que no existen indicios ni antecedentes de parentesco, próximo o lejano, tanto por la rama paterna como por la materna, ni algún tipo de acontecimiento y vivencia personal que reivindiquen tan sorprendente decisión, careciendo de base el argumento, entre otros muchos, que lo vinculan con el linaje de don Fernando Arias de Saavedra, conde de  Castellar, que también intervino en la batalla de Lepanto.
   Curiosamente, en Alcázar de San Juan, en 1558, se expidió partida de bautismo de un personaje inscrito como Miguel de Cervantes Saavedra que, no sólo nada tiene que ver con el Principie de los Ingenios, sino que existen sospechas fundadas de que dicha fe de bautismo no sea auténtica, o, en todo caso, de alguien casualmente con idéntico patronímico.
   Durante su estancia en Córdoba, al amparo de su abuelo el Licenciado Juan de Cervantes, en el colegio tuvo como compañero a un tal Gonzalo de Cervantes Saavedra, con el que tal vez, pero no es seguro, le uniera algún lazo familiar de tercer o cuarto grado,  aunque la vida de ambos, en momentos trascendentales, discurrieron por sendas paralelas. El tal Saavedra salió de Córdoba huyendo de la Justicia a causa de un delito de sangre, terminando su fuga en Italia donde se embarcó en las galeras de la Santa Liga participando en la gloriosa jornada de la Batalla Naval contra el turco y mereciendo la atención y los elogios de Jorge de Sotomayor, Gil Polo y Juan Rufo entre otros.
   Pero, ¿esta amistad y dudoso parentesco con el condiscípulo cordobés, del que no hay constancia, acredita el hecho capital de adoptar como segundo apellido el de Saavedra, y firmar con él obras como El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, o Las novelas ejemplares?.

   Un poco antes de casarse en Esquivias con doña Catalina de Salazar Palacios y Vozmediano, en 1584, tuvo una hija bautizada con el nombre de Isabel, fruto de sus relaciones adúlteras con Ana Franca de Rojas, mujer de Alonso Rodriguez. Pocos años más tarde, se hace cargo de su hija al morir la madre, dándole también el apellido Saavedra, de modo que la niña se llamará y conocerá desde ese momento como Isabel de Saavedra, viviendo bajo la custodia de Magdalena, hermana de Cervantes, el cual, con la complicidad de su hermana, ocultó a su mujer la verdadera paternidad de la niña, hasta que ésta cumplió veinte años.
   Y la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué precisamente ese apellido que por lo menos desde 1584 utiliza en su vida pública y creativa?. En el Prólogo al Lector de las Novelas ejemplares (1613), dice de si mismo: Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra, y con este segundo apellido firma las dedicatorias al marqués de Gibraleón (1605) y a don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, en 1613.
   A lo largo de su obra literaria, en diversas ocasiones, se descubre a un Cervantes que se autovanagloria de ser el protagonista de episodios de indudable importancia. En el Quijote, narrando las crueldades del rey de Argel, Azán Agá, homicida de todo el género humano, escribe: Sólo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar la libertad  (I-40).
   Muchas familias sevillanas y extremeñas llevaban (y aún llevan) el apellido Saavedra, y varios de ellos tuvieron una destacada participación en la conquista y colonización de las Indias, como el sevillano Lope de Saavedra, que arribó a la Nueva España con su nao, la San Antonio.
  
 La mayoría de los Saavedra extremeños eran parientes de Hernán Cortés, como Pedro de Saavedra, que estuvo en la conquista de Méjico; Alvaro de Saavedra, al que Cortés nombró alguacil mayor y después le dio el mando de una expedición a las Molucas, pereciendo ahogado; Hernando de Saavedra, que intervino en la jornada de Honduras; Francisco de Saavedra, sobrino de Gonzalo de Sandoval al que acompaño en la aventura mejicana e hizo una gran fortuna con la explotación de las minas de San Martín, en la Nueva España, de las que era propietario, y varios más que en nada contribuyen a esclarecer los motivos, que sin duda los había, por los que Cervantes adoptó y rubricó con tan ilustre apellido.
   Esperemos que algún día, en el oscuro rincón de un archivo, aparezcan unos polvorientos documentos que nos destapen el secreto que, aún hoy,  está por desvelar, ¿Por qué Saavedra?










martes, 16 de julio de 2013

LA LINEA DEL ECUADOR. (LABORAPA)



Alberto Casas.          

Yo la he cruzado y la he visto, y siempre su visión me ha maravillado y  sorprendido, pero siempre, también, y no sé porqué, me confundía y abrumaba. Unas veces navegando hacia el gélido Bóreas, otras singlando hacia el mediodía austral; por cierto, que con rumbo hacia la luminaria colgada del norte verdadero, a Polaris, el oxidado navío perdía velocidad: es que vamos cuesta arriba, nos decía el barbudo capitán y sin duda experto navegante, de esos que algunos llaman lobos de mar. Sin embargo, cuando le dábamos la espalda a la estrella del norte y la aguja náutica buscaba la diamantina Cruz del Sur, ganábamos una o dos millas más por hora: es que vamos cuesta abajo, nos  explicaba el capitán, el Viejo, como le llamábamos y en voz baja le nombraban los cachazudos tripulantes.
   He constatado mis datos y experiencias con otros, jubilados o pensionistas, mayormente, que han observado y vivido el singular fenómeno, llegando a la conclusión de que la anchura y color de la Línea del Ecuador están supeditadas a una serie de causas y efectos, como pueden ser, entre otros muchos, la mayor o menor intensidad del gradiente, o por las discontinuidades de los campos de presión, o a la salinidad del agua del mar, de las bochornosas calmas tropicales (de sol y moscas, como dicen los marineros), de las lluvias torrenciales y tormentas, y, cómo no, y son las principales, de la esperanza y de la fe, y sobre todo de no perder la ilusión, o, por lo menos, conservarla.   Cualquiera de  estos valores, físicos, espirituales o imaginarios, pueden originar estos cambios, pero lo sorprendente es que esta explosión de luz sólo se produce, generalmente, una vez al año al paso del Sol por el primer punto de Cáncer – solsticio de verano -, momento en el que la estrella Sirio (Alfa Canis Maioris), después de setenta días casi oculta, aparece brillando con más intensidad que todos los luceros de  todas las constelaciones del firmamento juntas.
   En general, y a ojo de buen cubero, podemos estimar que como término medio la anchura de la resplandeciente banda suele oscilar entre los ochenta y ciento sesenta y cuatros pies, pulgada más, pulgada menos, mientras que su cromatismo abarca un abanico de tonalidades que se abre desde las grisáceas satinadas hasta los celestes muy claros, o desde los azogues plateados a los cobaltos muy luminosos.
   Mi mayor y mejor recuerdo se remonta a una noche canicular de Junio, muy oscura - era novilunio -, que son las mejores para navegar por su amplio campo de visibilidad. Noche tibia y de calma chicha,  apenas faltaban unas dos millas para alcanzar el cero grado, cero minutos y cero segundos, y el Carro (Osa Mayor) acababa de zambullirse en las azabaches profundidades, mientras las cuatro estrellas de la Cruz del Sur reclamaban el imperio de su hemisferio, cuando, en la etérea raya del límite marino empezó a desplegarse un ribeteado fulgor, extenso y larguísimo, que se perdía en el invisible linde del horizonte acompañado de algo así como el chasquido de una fina llovizna de chispas crepitantes.
   Conforme avanzábamos, el centelleante restallido de miríadas y miríadas de refulgentes estrellitas se iba mostrando cada vez con mayor nitidez y alborotado estrépito. Es imposible describir el magistral instante en que el branque, en su mórbida colisión (yo juraría que sentí el golpe contra el gualdo balduque), abrió besanas en la titilante cinta dorada de luz, retozando sus brincadoras auríferas pepitas con la tornasolada espuma de las olas que enriscaban la proa en su ortodrómica derrota. Pasmo, impresión y silencio.
   Yo calculé, mentalmente, que aquella noche la envergadura de la Línea Equinoccial debía andar alrededor de los cincuenta metros, que es, según me han informado personas versadas en la materia, la máxima amplitud que hasta ahora, que se sepa, se ha apreciado grosso modo.
   Tiempo ha, ¡vade retro!, la Santa Inquisición hospedaba en la trena, torturaba e incluso chamuscaba a quienes mentaban este prodigio, o aludían a él, maguer sólo fuera de soslayo; y no digamos la suerte que esperaba a los cuitados que afirmaban que con esos sus ojos habían contemplado el dorado trazado del circulo máximo que parte al mundo por la mitad. El obstinado Tribunal los tachaba, unas veces de posesos, o de marranos otras, y de herejes casi siempre; no faltaban los que eran acusados de íncubos, o de compadres del Maligno, y a algunos de ser adictos al pecado nefando, o de refugiarse en profundas cavernas en las que, en orgiásticos aquelarres, compartían con el cabrón toda clase de juegos obscenos, lascivos y sacrílegos; con  decir que ni los santos ni las santas tampoco se libraban de la pesquisa inquisitorial....., y si no que se lo pregunten al púdico don Quijote, que al explicarle a Sancho que la esfera celeste se compone de coluros, líneas, paralelos, equinoccios, etc. (II-29), en mala hora le dijo: que si todas estas cosas supieres, o parte dellas, vieres claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de signos visto y qué de imágenes hemos dejado atrás y vamos dejando ahora; bueno, pues estas palabras le costaron que el Santo Oficio le quemara su biblioteca (I-6).
   Aún hoy, según las lenguas de doble filo, el estigma persigue a los ecuatovidentes afirmando que, no sólo no son admitidos en determinadas instituciones políticas y financieras, por no decir todas, sino que pretenden masacrarlos; hasta les han inventado nombres para identificarlos y ficharlos; ahora son los Prometeos, los scratches, perroflautas y no sé cuantas perlas más; para anularlos lanzan contra ellos consignas, decretos encerrados en cajas de pandora, y así demás entes con personalidad jurídica propia, rimero de motivos por los que la basca anda mohína, cabreada, desahuciada, suicidada y preferenciada.
   Y eso que bien claro lo proclamó Juan (8,43-46): ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?.

   

viernes, 5 de julio de 2013

PAPÁ ADÁN

Alberto Casas.

   Dice el refrán: Todos somos hijos de Adán y Eva, pero nos diferencia la seda. En los Puranas indios (V-III a. C.), el primer hombre se llama Adino, que en sánscrito significa El Primero. Apesar del tiempo transcurrido aún se debate qué pudo ser lo que realmente impulsó a nuestro primer padre a tomar una  tan trascendente, ontólogica y sempiterna determinación que se resolvió con el polémico y enigmático Pecado Original, misterioso pecado decia Juan Pablo II, a pesar de los riesgos que sabía podía incurrir y de los que estaba avisado y prevenido. A nuestro tatatatarabuelo se le acusa y culpa de todo: irresponsable, consentidor, gárrulo, cándido y de lo que no hay escrito, lo que no es justo, pues en estos juicios no se tiene en cuenta que, por primera vez en la Historia, Adán hizo ejercicio del don de la libertad que precisamente Dios le había concedido, y en consecuencia, el derecho inalienable de practicarlo según su criterio y voluntad, sin presiones ni coacciones.


   Con los lógicos matices teológicos, la Encíclica Veritatis Splendor, dictada por Juan Pablo II el 6 de agosto de 1993, declara: los hombres actúan según su propio criterio y hacen uso de una libertad responsable, no movidos por coacción sino guiados por la conciencia del deber. Libertad de elegir, de decidir y de pensamiento, y quizás, en este caso, libertad de compartir con su compañera, Eva, un mismo destino, para bien o para mal, en la abundancia y en la escasez, en la salud y la enfermedad. Estas son las palabras del Señor:

Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará con su mujer y serán los dos una sola carne (El Génesis, II-24).

Es palabra de Dios: permanecieron fieles los que se mantuvieron y también cayeron libremente aquellos que quisieron (John Milton. El Paraiso perdido, III).

   Partiendo de la premisa de que los designios de Dios son inescrutables, cabe preguntarse por qué el dichoso árbol del conocimiento estaba plantado en el Paraíso, jardín idílico de placer, de paz y de bienaventuranza donde no tenía ni debía tener sitio la  el señuelo o la trampa, ¿qué hacía allí aquella higuera de secano? ¿Cómo entró o dejaron entrar a la bicha? Y es lo que dice el refrán: quita la causa, quita el pecado. Fueran las causas que fueren, esta insólita conducta nos ha legado un desmesurado patrimonio vital y vitalicio con saldo escandalosamente deudor que hipoteca nuestra economía material y espiritual, resaca inextinguible que seguimos puntualmente pagando. No es menos cierto que solucionó el apocalíptico dilema que a la condición humana se planteaba: si no probaba el fruto prohibido estaba condenada a vivir eternamente en la ignorancia y en la construcción de su futuro.

   Pero el enfrentamiento con la nueva realidad, dura y hostil que les rodeaba, lejos de las añoradas delicias del Edén y encima gravados con la pérdida de la inmortalidad, polvo eres y en polvo reconvertirás (El Génesis, 3-19), repercutió en el ánimo de Adán, y como es habitual en la convivencia; surgen discrepancias y desavenencias, y lo que es peor, se produce el distanciamiento físico y espacial de la pareja. Adán, tal vez arrepentido y desesperado, no se le ocurrió otra cosa, según la tradición rabínica, que meterse en el agua hasta la nariz, penitencia que estuvo cumpliendo durante ciento treinta años hasta que el arcángel Rafael decidió intervenir logrando la reconciliación de ambos.
   Moisés elude nombrar los hijos de Adán y Eva, principalmente porque las hembras no entran en la serie genealógica, pero al parecer hubo más descendencia:

Y fueron los días de Adán, después que engendró a Seth, ochocientos años, y engendró hijos e hijas (El Génesis, V-4).

   Remitiéndonos a Flavio Josefo (Antigüedades de los judíos), nuestros primeros padres tuvieron 32 hijos varones y 23 hijas. Después de tantas vicisitudes no cabe la menor duda de que Adán era un mozalbete grandullón, macizo, prolífico y rubio:

Padre universal del género humano, a quien Dios formó del limo de la tierra, que por aver sido roxa y encendida de color, salió con la mesma calidad de ser  rubio. (Cobarruvias).    

   Una muestra de su impresionante complexión física la tenemos en la huella de su pie en la cima del Adam’s Peak (2.240 m.) en Sri-Lanka, con una medida desde el dedo gordo hasta el talón de dos metros, mientras que la del otro pie se encuentra a 159 kilómetros de distancia. La tradición también nos cuenta que anduvo por Montilla (Córdoba), señal de que era un incansable andarín, quizá en su vano intento de encontrar un resquicio por el que meterse de nuevo en el añorado Paraíso, vigilado por querubines armados de espadas flamígeras, y andaban alrededor, para guardar el árbol de la vida.

   Aún hubo de pasar por un trance amargo, extraño y desconocido, al ver a su hijo Abel exánime, rígido y sin respirar; acababa de descubrir la  muerte; ¿sabía Caín las consecuencias de la agresión a su hermano, y por qué? Pudo ser por soberbia, envidia, pero también por celos al no esta conforme con que de las dos gemelas, Lebhudha y Quelimat, a él le asignaron la segunda mientras que la primera, que era su preferida, se la concedieron a su hermano menor.
   ¿Y con aquél cuerpo inmóvil, qué? Adán y Eva lo enterraron fijándose en lo que hacía un cuervo con un pájaro de la misma especie. Primera muerte y primera inhumación ocurrieron, se dice, en la actual Damasco. Naturalmente, también le llegó su hora al padre del género humano a los novecientos treinta años recién cumplidos, edad, año más, año menos, a la que se moría todo el mundo en aquella época, y murió, apostilla la Biblia. Según una tradición, recogida en ciertos ámbitos cristianos, Adán fue enterrado en el Gólgota (monte de la calavera), o Calvario, donde se clavó la cruz en la que fue enterrado Nuestro Señor Jesucristo.