domingo, 31 de marzo de 2013

EL FUEGO DE SAN TELMO

Alberto Casas

            El Fuego de San Telmo es un fenómeno eléctrico nocturno de gran espectacularidad y belleza, que se manifiesta, especialmente, en los topes de los mástiles y de los penoles de las vergas, coronándolos con una especie de llama luminosa de color azulado. En realidad, su aparición se debe a que en situaciones de temporal, acompañado de fuertes vientos y chubascos, la electricidad del medio ambiente y sobre todo la almacenada en las nubes, originan, por inducción, una carga eléctrica en los buques, que no se distribuye uniformemente, sino que se acumula en las puntas donde el campo gana su mayor densidad para, finalmente, descargarse en forma de efluvio.
  

Para griegos y romanos, estas lucecitas eran la forma bajo las que se presentaban Castor y Pollux (Dioscuros), dioses tutelares de los marinos y del comercio marítimo, como ya se había demostrado salvando a la nave Argos, cuando iba en busca del vellocino de oro, de la furia de la tempestad a la que ahuyentaron haciendo surgir de las cabezas de sus tripulantes un fuego azul. Esta es la razón por la que Plinio, en su Historia Natural, lo llama Stella Castoris, mientras que para Séneca son estrellas bajadas del cielo que engalanan la arboladura y las velas para anunciar la venturosa presencia de los dos hijos de Júpiter; es por ello que los lacedemonios no dudaron de la victoria sobre los atenienses cuando la flota de Lisandro, al abandonar el puerto de Lámpsaco, se iluminó con el Fuego de San Telmo.
   Sin embargo, el vaticinio, favorable o no, dependía de los lugares donde se producían las luminarias, como lo explica Escalante de Mendoza en el Itinerario de Navegación de los mares y tierras occidentales, escrito en 1515:

si lo ven por los altos, es señal de salvación de su nao y compañía, y si lo ven por los bajos, de perdición de todos ellos.
           
   El nombre cristiano de San Telmo se generaliza en la Baja Edad Media, aunque sus orígenes permanecen oscuros e imprecisos, discutiéndose si procede de San Elmo, obispo de Gaeta, que sufrió martirio a principios del siglo IV, tesis que defienden los italianos, o si han de atribuirse, y es la opinión de la mayoría, al confesor de Fernando III el Santo, el fraile dominico Pedro González, Petrus Gundisalvi, de Frómista (1190?-1246?), popularmente conocido como San Pedro Telmo y como Cuerpo Santo, convertido en protector de los navegantes que lo invocaban en una oración que se hizo popular en los pueblos marineros:

  Señor San Pedro González
De navegante piloto;
Líbranos de terremoto,
Y defiéndonos de males      

. El extraordinario fervor que alcanzó su advocación lo recoge, en 1735, Bernardo Gómez Brito en su Historia trágico marítima:

Todos los hombres de la mar le tienen gran devoción y veneración y le tienen por su abogado en las tormentas del mar, que creen con todo su corazón que aquellas exhalaciones que en los tiempos fortuitos y tormentosos aparecen sobre los mástiles con el Santo que viene a visitarlos y consolarlos, y en cuanto llegan a ver aquella exhalación acuden todos al combés para saludarlo con grandes gritos y alaridos, diciendo, Salve, Salve, Cuerpo Santo.

   En la misma obra se narra el episodio de la nao Santa María de la Barca, la cual no pudo unirse a la expedición que, en 1557, había organizado Juan III de Portugal a la India; las averías se sucedían una tras otra y cuando desesperaba su capitán, don Luís Fernándes de Vasconcelos de emprender la navegación, tuvo noticias del rumor que corría entre los pescadores achacando tanto infortunio a la orden dada por el arzobispo de Lisboa de suspender las fiestas y ceremonias que anualmente se celebraban en honor de San Telmo, protesta que decidió al arzobispo, don Fernando de Meneses, a levantar la prohibición y, efectivamente, cesaron los contratiempos y la nao pudo zarpar sin novedad.
            Hernando Colón, en su Historia del Almirante, cuenta la experiencia que le tocó vivir a su padre en el transcurso del Segundo Viaje, el 27 de octubre de 1493:

El mismo sábado de noche, se vio el Fuego de San Telmo, con siete cirios encendidos encima de la gavia, con mucha lluvia y espantosos truenos. Quiere decir que se veían las luces que los marineros afirman ser el Cuerpo Santo de San Telmo, y le cantan muchas letanías y oraciones, teniendo por cierto que en las tormentas donde se aparece nadie puede peligrar. Pero sea lo que sea, yo me remito a ellos; porque si damos fe a Plinio, cuando aparecían semejantes luces a los marineros romanos en las tempestades del mar, decían que eran Castor y Polux; de los que hace mención también Séneca, al comienzo del libro primero de su “Naturales”.

   Pigafetta, el cronista de la primera vuelta al mundo, fue testigo de este fenómeno:

Durante las horas de borrasca, vimos a menudo el Cuerpo Santo, es decir, San Telmo. En una noche muy oscura, se nos apareció como una bella antorcha en la punta del palo mayor, donde se detuvo durante dos horas, lo que nos servía de gran consuelo en medio de la tempestad. En el momento en que desapareció, despidió una tan grande claridad que quedamos deslumbrados, por decirlo así. Nos creíamos perdidos, pero el viento cesó en ese mismo momento.

   El jesuita George Fourier (1595-1652), en su Hydrographie, dice que las tripulaciones de las naves en las que aparece el Cuerpo Santo, deben recitar la siguiente oración:

Bendito seas San Telmo
cuando en lo alto te vemos,
ampáranos de la tormenta,
protégenos de los vientos

. De todas formas, el citado Escalante de Mendoza aconseja que, en estos casos, antes está  la obligación que la devoción.
           
   Aún quedan algunas ermitas y cofradías puestas bajo el patronazgo del centelleante San Telmo, pero, desgraciadamente, es una bonita tradición marinera que, como tantas otras, se va perdiendo, aunque las romerías dedicadas al santo aún proliferan.



viernes, 29 de marzo de 2013

TRAFALGAR Y LAS PLAYAS DE DOÑANA

Alberto Casas

            El día 21 de octubre de 1805 se libró la batalla de Trafalgar, el último gran combate entre “navíos de línea”, que supuso la casi total desaparición de España como potencia naval. Fue un enfrentamiento sangriento cuya peor parte se la llevó la escuadra franco española en hombres y barcos, frente a las escasas pérdidas sufridas por los ingleses, aunque hubieron de lamentar la muerte de su héroe nacional, el almirante Nelson, que sembró el desconcierto y desorden en la Escuadra Combinada conduciendo su navío, el Victory, contra la joya de la marina española, el Santísima Trinidad, de tres puentes y 140 cañones. Era el barco más grande del mundo, pero también el más caro, pues hubo de sufrir una serie de costosas transformaciones a fin de corregir y mejorar sus inseguras condiciones de navegabilidad, maniobrabilidad y estabilidad, defectos que no pudieron ser totalmente remediados, por lo que su eficacia guerrera no estaba en consonancia con su imponente porte que, falsamente, simbolizaba la grandeza marítima de España.

   Las causas de la derrota son muchas y complejas: la ineptitud del almirante Villeneuve que formó la escuadra con grandes espacios descubiertos por los que los navíos ingleses penetraban barloventeando a placer y maniobrando con unas tripulaciones perfectamente adiestradas y disciplinadas, tanto en marinería como en artillería, en la que la eficacia destructora de las carronadas era muy superior a la de los cañones convencionales de la Escuadra Combinada, sin olvidar la vergonzosa huida de los navíos franceses Formidable, Montblanc, Duguayn-Trouin y Scipión que fueron capturados por lo ingleses frente al cabo Ortegal.
   Por la tarde del día 21 la batalla  ya estaba decidida, y entre los pocos barcos que pudieron regresar a Cádiz se encontraba el Rayo de tres puentes y 100 cañones, con graves averías en la arboladura pero que de los 830 hombres que componían la dotación sólo había tenido 4 muertos y 14 heridos. Efectuadas con prisas las reparaciones más urgentes, volvió a hacerse a la mar el día 23, a pesar del fortísimo temporal del suroeste que se había levantado, con el fin de recuperar navíos desarbolados o apresados y náufragos, pero tuvo la desgracia de que el temporal acabara derribando el palo mayor y el mesana dejándolo sin gobierno y a merced del viento y oleaje que lo arrojaron a la playa de Arenas Gordas, entre Torre Zalabar y Torre Carboneras. No muy lejos, a la altura de Torre del Asperillo y Torre de la Higuera se hundió el “74 cañones” Monarca, en el que murieron 100 hombres y resultaron heridos 150 durante el combate, y muy cerca de ellos, y por las mismas causas, varó el “80 cañones” francés Berwick.

            El sentimiento de desastre era general, como así lo demuestran las cartas de despedida de los oficiales a sus familiares y el hecho de que fueron miles los testamentos que se hicieron antes de zarpar la flota de la bahía gaditana. Pero este sentimiento era compartido también por la población civil y, especialmente, por los poblados y ranchos de pescadores y almadraberos de las playas de Sanlúcar, de las Arenas Gordas y Castilla. Estaban preparados para el salvamento de náufragos en los casos de vendavales, a la vez que sacaban de los buques todo lo aprovechable, como jarcias, cabuyeria, anclas, ropas, instrumentos náuticos, objetos de valor, cañones, etc., parte de los cuales constituían el premio a su abnegada y peligrosa labor de salvamento. En esta tarea, heroica y humanitaria, tras la tragedia de Trafalgar, se distinguieron los pescadores de la costa de Doñana que, precisamente, junto con la franja de litoral comprendida entre la desembocadura del Guadalquivir y la del Guadiana fue declarada Provincia de Sanlúcar de Barrameda por R.O. de 12 de diciembre de 1804, división que nunca fue efectiva ni política ni administrativamente, quedando el proyecto en una mera anécdota histórica.
   Estos pescadores, organizados en cuadrillas de unos 20 hombres, con evidente  riesgo de sus vidas y del inminente peligro de zozobra de  sus embarcaciones por la fuerza de la tempestad, se lanzaron a la mar decididos a liberar a los supervivientes, muchos de ellos heridos, de los tres barcos naufragados, salvando a más de 600 tripulantes, 60 de los cuales, procedentes del Monarca, hubieron de ser conducidos a Huelva al rolar el viento al poniente y no poder llevarlos a Bonanza. A punto estuvieron de rescatar el “74 cañones” Bahama al mando de Alcalá Galiano, muerto en la batalla, pero se adelantaron los ingleses que lograron apresarlo y remolcarlo hasta Gibraltar.

   Collingwood sitúa la escuadra bloqueando el puerto de   pero entre él y el Gobernador de la ciudad, Francisco Solano y Ortiz  de  Rozas, Marqués del Socorro y de la Solana, se abre una vía epistolar que define la caballerosidad y excelsas cualidades morales de ambos, que llegan rápida y sin trabas a concertar un canje de prisioneros con especial interés a los heridos para que sean atendidos en los hospitales de tierra.
   El Gobernador, en su respuesta le manifiesta que Es para mí una prueba más que a V.E. le distinguen tanto sus sentimientos de humanidad, como su valor en el combate.
   Seguidamente le hace saber el sumo sentimiento que le embarga por la muerte de Lord Nelson y el ofrecimiento de los hospitales de tierra a los heridos ingleses para proporcionarles todos los medios para que se curen aquí
   Entre los privilegiados por este pacto humanitario había bastantes ingleses que fueron atendidos con el mismo esmero que si de españoles se trataran, tanto en hospitales como en las casas particulares que los acogieron, como así lo reconoció en sus Memorias el almirante Collingwood, que además de agradecer el barril de vino que le envió el Gobernador, dice:

El Marques me ha ofrecido los hospitales para mis heridos, poniendo estos bajo la salvaguardia y al honor español. Nuestros oficiales y marineros que han naufragado con las presas, han sido tratados con la mayor bondad; la población entera acudía a recogerlos; los sacerdotes y las mujeres les daban vino, pan y cuantas frutas tenían; los soldados dejaban sus camas para dárselas a ellos…..

lunes, 25 de marzo de 2013

EL LINAJE DE HUELVA EN LA NOBLEZA AMERICANA

A. Casas.

            El desmedido afán del español del Renacimiento por obtener la consideración de hidalgo y transmitirla a sus descendientes, le sigue acuciando en las nuevas tierras descubiertas y por descubrir de las Indias, que presentan un amplísimo campo de oportunidades en el que la fama y la gloria se le ofrecen para cosechar méritos suficientes y renombrados con los que recibir el reconocimiento regio de sus derechos personales dentro del estamento señorial, principalmente, en la clase llamada hidalgos de privilegio.
   Las peticiones desde las Indias eran constantes, pues todos los conquistadores y colonos se sentían hidalgos y descendientes de hidalgos. Fernández de Oviedo solicitó unos cien hábitos santiaguistas para la gobernación de Santa María, y Las Casas, el hábito de Calatrava para los cincuenta labradores que llevó a las tierras de Paria. El desorbitado número de demandas de dignidades nobiliarias, obligó a la Corona a endurecer los requisitos indispensables para solicitarlas y la comprobación de los hechos y virtudes que se alegan en las “Probanzas”, como, por ejemplo, que sus antepasados no habían desempeñado oficios viles y baxos, ni sufrido penas de la Inquisición, y, sobre todo y por encima de cualquiera otra valoración, el escrupuloso cumplimiento  de las restricciones que, a tales efectos, se exigían en los “Estatutos de Limpieza de Sangre”, de tal forma que el aspirante a caballero, además de sus invocadas cualidades individuales, sociales y cristianas, debía y tenía que probar que estaba limpio y sin mácula de toda huella judaizante desde las raíces más profundas de su genealogía, al menos, desde sus bisabuelos, o desde el primer antecesor de filiación legítima que pasó a las Indias.
   Fueron muchos de Huelva los que, desde todos los rincones de la comarca, pasaron a las Indias, ya como descubridores, ya como conquistadores, ya como funcionarios de la Corona o como colonos, cuyos servicios les hicieron merecedores de la concesión real del tan ansiado título de hidalguía, e incluso, a más de unos, de tener escudo de armas y lucir el hábito de caballero de alguna Orden Militar. La de Santiago se reservaba a quienes hubiesen destacado en acciones guerreras, en el ejército o en la armada, o en presidios o plazas fronterizas, mientras que para las de Calatrava y Alcántara eran preferidos los que hubiesen contraído valores civiles o por el lustre de su linaje.
   La lista de los beneméritos es interminable, pero, como muestra, valgan estos pocos ejemplos. Escudo de armas se concedió, entre otros a:

            En 1519, por Real Provisión, a los descendientes de la familia Pinzón, de Palos de la Frontera, que fueron a descubrir con don Cristóbal Colon.
           
En 1541, a Hernando de Lepe, de Lepe, quien fue uno de los primeros conquistadores y pobladores de la isla de San Juan.
           
En 1550, a Martín López, de Ayamonte, por los servicios prestados en la Nueva España con Hernán Cortés y que vos distes orden e industria por donde se hiciesen ciertos bergantines, con los cuales fue parte para se ganar la dicha ciudad de México y otros pueblos, y hicistes otros servicios notables.
           
En 1570, Juan e Ojeda por sus servicios como Capitán, Almirante y General en las campañas de Italia, Hungría y Grecia y África y en el mar Océano.

            El hábito de caballero de la Orden de Santiago, entre otros, a:

            1590. Pedro Alonso Carrasco, hijo de Dª Leonor Arias de Castillejo, de Huelva, y nieto materno del bachiller D. Francisco Arias Delgado y Dª Francisca Rojo Castillejo, ambos de Huelva.   
            1623. Juan de Larrinaga, nieto de Dª Francisca Medel de Huelva.
           
1638. Andrés de León Garabito, nieto paterno de D. Diego León Garabito, de Niebla, y nieto materno de D. Antonio Illescas, de Gibraleón.
           
1641. Diego Dalmonte y Robledo, nieto de D. Diego García, de Almonte, el cual era, asimismo, abuelo de un hermano de D. Diego Melchor, que fue investido caballero de la Orden de Calatrava en 1647.
           
1642. Fernando de la Barrera, hijo e D. Pedro de la Barrera, y nieto de D. Fernando de la Barrera, ambos de Gibraleón.
           
1643. Alonso Velez de Guevara y Salamanca, nieto materno de Dª María Pardo de las Mariñas, de Palos de la Frontera, que era también abuela paterna del caballero de Santiago D. Fernando Leonel Beltrán de Caicedo.
           
1643. Nicolás de Zárate, biznieto de Dª Beatriz Medel, de Huelva.
           
1647. Juan Francisco Díez de San Miguel, biznieto de D. Diego Bermúdez, de Palos de la Frontera, que, a su vez, era abuelo del caballero de Santiago D. Diego Baltasar de la Torre.
           
1650. Juan de Zuricaray y Blanquecer, nieto de Dª Leonor Hernández de Serpa, de Palos de la Frontera, hija del Adelantado de Nueva Andalucía, el capitán D. Diego Hernández de Serpa. Dª Leonor, además, era abuel de D. Andrés Blanquecer y Loaysa, caballero de Calatrava, y bisabuela e D. José Carlos de Mencos, caballero de Santiago.
           
1660. Fernando de Guevara Altamirano, nieto de D. Baltasar Rodríguez de los Rios, de Lepe, y tío de D. Iñigo de Guevara, caballero de Santiago.
           
1671. Antonio de Mendoza y Costilla, marqués de San Juan de Buenavista. Nieto de Dª María de Riberos, de Moguer, la cual tuvo dos hijas, Teresa Y Beatriz; la primera, madre del citado D. Antonio de Mendoza, y la segunda, madre de D. Pedro de Mercado y Peñalosa, caballero de Santiago.
           
1680. Pedro Camacho del Toro, hijo del Sargento Mayor D. Sebastián Camacho de la Cueva, de Villarrasa, y nieto de D. Álvaro Hernández Camacho, de Bollullos del Condado.
           
1684. Francisco de Tovar Justinian, nieto del Maestre de Campo, General D. Antonio Rodríguez de Tovar, de Escacena, e hijo de Dª María Justinian Contarino, también natural de Escacena.
           
1687. Miguel Román de Nogales, cuyos abuelos paterno y materno fueron, respectivamente, Dª Francisca Román de Aranda y D. Antonio de Aranda, ambos de San Juan del Puerto.
           
1687. Juan Esteban Roldán Dávila. Las investigaciones llegan hasta su tercer abuelo paterno, Juan Roldán Dávila, de Moguer, que estuvo con Vasco Núñez de Balboa en el descubrimiento del Océano Pacifico, con Pedrarias Dávila en la Tierra Firme, y más tarde acompañó a Pizarro y Almagro en la conquista del Perú, siendo uno de los fundadores de la ciudad de Trujillo, concediéndole Felipe II escudo de armas en 1565.
            1689. Juan Cortés y Echevarria, biznieto de D. Diego Ramírez, de Trigueros.
           
1695. José Antonio de Lejarzar, nieto de D. Antonio de Monroy y Sierra y de Dª María de Hijar y Sierra, ambos de Villalba del Alcor, donde se casaron el 7 de Enero de 1627.
           
1742. José Fernández de Echevarria y Veitia, biznieto de D, Francisco Romero y Moscoso y Dª Ana María de Rozas, ambos de Escacena.

            1753. Agustín Gaspar Ramírez de Laredo. Las diligencias informativas llegan hasta su quinto abuelo materno, D. Salvador Vázquez, natural de Aracena.
           
1763. García Francisco de Córdoba y Lasso de la Vega, hijo de D. Gonzalo de Herrera, de Villalba del Alcor, caballero de Calatrava y primer marqués de Villalba, que era, por otra parte, cuarto abuelo materno del caballero de Santiago D. José María Chacón y Herrera,
           
1771. Francisco J. Calvo de la Puerta, cuyo cuarto abuelo paterno fue D. Martín Calvo de la Puerta, de Cumbres Mayores.
           
1777. José Antonio de Lavalle y Cortés. Las pesquisas alcanzan hasta su quinto abuelo el conquistador Juan Roldán Dávila, de Moguer, ascendiente del caballero de Santiago D. Juan Esteban Roldán Dávila.
           
1788. José Manuel de Zaldivar y Murguía, biznieto de D. Sebastián Jiménez, de  Puebla de Guzmán.
           
1802. José María Romero de Terreros, hijo de Pedro Romero de Terreros, de Cortesana, caballero de la Orden de Calatrava. Sus abuelos paternos, D. José Feleope Romero y Dª Ana de Terreros, ambos de Cortegana. D. Pedro Romero de Terreros era bisabuelo del caballero de Santiago S. Juan Romero de Terreros y Villamil.

            Entre los caballeros e la Orden de Calatrava algunos proceden de Moguer como es el caso del Maestre de Campo D. Francisco Cruzado y Aragón, que prestó señalados servicios en el Perú a las ordenes del Virrey Conde de Lemos en 1667; otros linajes llegan hasta Palos de la Frontera en Dª Leonor Fernández de Serpa.
           
            Aunque la Orden de Carlos III no es militar, sino civil, y en realidad se trata e una condecoración, el ritual de su imposición tiene semejanza con el de las ordenes militares, y recibieron el título y collar de la misma, D. Juan Francisco de Miralles, biznieto del alferez D. Jerónimo González de Araujo, de Alonso, y D. Mariano José de Roa y Palma, biznieto del Maestre de Campo D. Cristóbal Plaza de los Reyes, de Valverde del Camino.

jueves, 21 de marzo de 2013

EL MAL DE BUBAS

A. Casas.

En El coloquio de los perros, Cervantes hace decir a Berganza

   Que de cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad de Salamanca, dos mil oían Medicina: Infiero, o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre.
   En este dialogo canino, Cervantes apunta la calamitosa situación sanitaria de España en aquella época donde, solamente en Sevilla, había más de ochenta hospitales que no daban abasto para atender a la legión de enfermos de lepra, erisipela, fiebres cuartanas tabardillo, influenza, modorra, fiebre amarilla (Vómito prieto), bubas y mil más que iban y venían de Flandes, de Italia, de las Indias Occidentales y de otros lugares donde no se ponía el sol pero sí la maldición venérea.

   Las bubas, llamada también con otros nombres: mal serpentino, mal de Jacob, morbo gálico (mal francés), mal napolitano, pudendagra, mal cortesano, sarna egipciaca, peste blanca, mal villano y varios más, era una enfermedad conocida desde muy antiguo, aunque su difusión y expansión pandémica, con síntomas y patologías hasta entonces desconocidas, tuvo su auge a partir del Descubrimiento de América, por lo que se creyó que el mal procedía de aquellas tierras, y así lo manifiesta Rodrigo Ruíz de Isla (Tratado contra el mal serpentino. (1539), en el que asegura que lo trajeron los españoles de la isla Española. El nombre de sífilis fue creado por el veronés Girolamo Fracastoro en 1530 en un poema en el que el pastor Syphilo insulta al dios Apolo y éste le condena a sufrir dicha enfermedad.

Bubas.- (Covarrubias. Tesoro de la Lengua Castellana o Española. 1611).- El mal que llaman francés, que tanto ha cundido por el mundo. Buba es nombre francés, y vale póstula, porque las bubas picaras arrojan a la cara y a la cabeça unas postillas, que es forçoso andar el paciente lleno de botanas.

   Esta terrible enfermedad producida por la bacteria treponema pallidum, se contrae a través de comercio intersexual por vía de contagio excepto, naturalmente, los clérigos y eclesiásticos que la padecen, única y exclusivamente, por mor de la corrupción del aire. Durante los siglos XV, XVI y XVII estaba extendida por toda Europa, y en España preferentemente localizada en ciudades portuarias, como Barcelona, Valencia, Cádiz y Sevilla, en las que se fundaron hospitales dedicados a la cura del mal, aunque estos centros existían prácticamente en todo el reino. Precisamente, en el Hospital de las bubas de Valladolid, Cervantes sitúa la trama de El casamiento engañoso.
   En este Hospital, llamado Hospital de la Resurrección, que está en Valladolid, fuera de la Puerta del Campo, no lejos de la casa de Cervantes mientras vivió en esa ciudad, recibía tratamiento el alférez Campuzano, cuya primera fase de haber sudado en veinte días todo el humor que quizá granjeó en una hora, le había dejado tan debilitado que apenas si podía sostenerse en pie.
   Al preguntarle un amigo el por qué de tan lastimosa situación, el alférez contestó que, salgo de aquel hospital, de sudar catorce cargas de bubas que me echó a cuestas una mujer que escogí por mía, que no debiera.
   Los síntomas de la enfermedad los describe así:

Mudé posada y mudé el pelo dentro de pocos días, porque comenzaron a pelárseme las cejas y las pestañas, y poco a poco me dejaron los cabellos, y antes de edad me hice calvo, dándome una enfermedad que llaman lupicia, y por otro nombre más claro, la pelarela. Halleme verdaderamente hecho pelón, porque ni tenia barbas que peinar ni dinero que gastar. Fue la enfermedad caminando al paso de mi necesidad, y como la pobreza atropella a la honra, y a unos lleva a la horca, y a otros al hospital....llegado el tiempo en que se dan los sudores en el Hospital de la Resurrección, me entré en él, donde he tomado cuarenta sudores. Dicen que quedaré sano, si me guardo.

   El tratamiento se basaba en aislar al enfermo en una habitación de reducidas dimensiones, sin ventilación, casi a oscuras, arropándolo con mantas y teniendo encendido, día y noche, un brasero que mantenía la pieza a una temperatura altísima, condiciones que garantizaban la sudación, amén de la medicación a base de la cocción, a fuego lento, de jarabe de palo que se le suministraba cada cuatro horas para que el mal se escapara por los poros, indudablemente, bien abiertos.

   El jarabe de palo consistía en un cocimiento de palo santo o guayaco, árbol procedente de las Indias, cuya resina tiene poderes sudoríficos comprobados, y parece ser que fue introducido en España, en 1508, por un tal Juan Gonzalvo, que se curó en las Indias, lo trajo a España dedicándose a curar con estos leños de madera durísima del mismo modo que a él le había curado un médico indiano. En forma de emplasto se ponía sobre las llagas y partes purulentas, aunque otro procedimiento era cubrirlas de botanas, es decir, de astillas y virutas de guayaco cocidas. En algunos hospitales se aplicaban tinciones mercuriales, que antes mataban que curaban; cómo se creía que esta enfermedad era un castigo de Dios (Andrés Laguna: De Ebano), estos métodos funcionaban si iban acompañados de paternosters, cuantos más, mejor. En Italia este método curativo se introdujo unos veinte años mas tarde, y según el italiano Antonio Brasavola, que fue médico de Francisco I, que le puso el sobrenombre de Musa en memoria del médico del emperador Augusto, cuenta en su obra Morbo gallico que el primer paciente al que se aplicó y sanó fue al gran humanista Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464), nombrado Papa con el nombre de Pio II en 1458.
   Había, asimismo, remedios contra la infección, como lavarse, antes del coito, las partes activas (verga y vulva) con vino y vinagre, y, para después del acto, se debía embadurnar el miembro con cuerno de ciervo molido durante cuatro horas por lo menos; de no tener un ciervo a mano, se recomendaba un cocimiento de aloe.
   Las curas, de una duración de treinta días, se realizaban en primavera y  en otoño, pero podían evitarse con los mentados remedios y una maceta de aloe en el patio de la casa, por si acaso.
   Erasmus de Rotterdam con humor negro sentenciaba, un hombre noble sin sífilis o no era hombre o no era demasiado hombre.

martes, 19 de marzo de 2013

LA OREJA DE JENKINS


A. Casas.   
        
    No deja de ser sorprendente que una guerra, que duró nueve años, desde 1739 hasta 1748, sea conocida con tan estrambótico nombre, la oreja de Jenkins, nombre acuñado por Thomas Carlyle. Casi parece cosa de broma, pero, desgraciadamente, una guerra puede calificarse de muchas maneras menos de una broma, y más aún de las acciones navales que en ella se desarrollan, donde sin trincheras ni refugios, la oficialidad y marinería de los navíos, o de las escuadras, han de enfrentarse a los cañones enemigos casi a pecho descubierto; baste recordar que, en Trafalgar, España perdió más de mil hombres y alrededor de treinta y cinco jefes y oficiales (Gravina, Churruca, Alcalá Galiano, Alcedo, etc); los ingleses no tuvieron ni la mitad de  bajas, aunque entre ellas se encontraba la del almirante Nelson. Por cierto que el Rayo, de cien cañones, desmantelado y sin arboladura, fue apresado por los ingleses, pero el recio temporal que reinaba en la zona lo arrojó a la playa de Matalascañas (Huelva), aproximadamente a dos millas al oeste de Torre la Higuera, y a unos ocho metros de profundidad, donde su restos aún se encuentran (Refª: Antonio Payno).

   El origen de la contienda entre España e Inglaterra, se basaba en el monopolio del comercio que nuestra nación ejercía en sus colonias americanas, salvo aquellos navíos de permiso que discrecionalmente otorgaba a otras naciones extranjeras que, en ese caso, debían estar sujetas al derecho de visita de las naves de guerra españolas. Naturalmente, la mayoría de las potencias europeas no estaban conformes con esta situación, especialmente la poderosa Compañía de Indias británica que veía considerablemente mermados sus beneficios en el comercio del palo de tinte de Campeche, de la sal, la plata y el azogue, por lo que comenzaron una campaña de desprestigio hacia España, acusándola de arbitrariedades que mancillaban el honor inglés, exigiendo una rectificación que sólo podía ser obtenida con una contundente campaña bélica, sobre todo marítima que, en consecuencia y era lo que de verdad importaba, lograría el reconocimiento de libre comercio y navegación en las aguas del Caribe, eliminando de paso el enojoso derecho de asiento que tantos perjuicios les ocasionaba.
   Los partidarios de la guerra estaban dirigidos por el duque de Newcastle que difícilmente podían ser controlados por el Primer Ministro Walpole, pero, al fin, el duque encontró el gran motivo para inclinar a la opinión pública a su favor, magnificando y dramatizando un episodio sin apenas importancia, o no tanta como se le dio.
   Robert Jenkins era el armador y patrón de una pequeña embarcación, la Rebecca, que vivía del contrabando entre la Florida y la isla de Cuba, y que por el escaso porte y valor de las mercancías que comerciaba no merecían la atención de las autoridades de La Habana que hacían la vista gorda a los trapicheos del inglés; pero un mal día de 1731, el capitán Fandiño, al mando de un guardacostas, la Isabela, abordó en altamar a Jenkins con el propósito de ejercer el derecho de visita reglamentario, mas el patrón  se negó rotundamente y con tal furia que Fandiño se vio obligado a desenfundar su pistola y descerrajar un tiro que arrancó media oreja al contrabandista, quien, de vuelta a la Florida presentó la oportuna queja al gobernador que envío a Londres un informe lleno de fantasías y falsedades manipulando el incidente. Este era el gran pretexto que necesitaba el duque de Newcastle que trajo a Jenkins al Parlamento para que, bien aleccionado y con una oreja en la mano, narrara el episodio del que fue víctima, contando mil humillaciones y torturas recibidas, aunque no se le exigió el oportuno juramento sobre la veracidad de su declaración que finalizó con un teatral y patético encomendé mi alma a Dios y mi causa a la patria.
   Pero el indignado pueblo inglés tragó el anzuelo reclamando la reparación de la afrenta que solo podía ser lavada con la inmediata declaración de la guerra contra España. Walpole, en principio, logró frenar las airadas protestas, alcanzando (Convención del Pardo) un acuerdo con la Corona española que se comprometía a conceder una indemnización de 95.000 libras por los daños causados que Felipe V se negó a pagar, si antes no recibía las 68.000 libras que le debían la Compañía del Mar del Sur y la Compañía Real, ambas británicas, cantidad estipulada en el Tratado de Asiento de Negros (26 de Marzo de 1713) por el que se las autorizaba a la introducción de esclavos negros (144.000)  en las Indias por tiempo de treinta años.
   La suerte estaba echada y el rey Jorge II declaró la guerra el 30 de octubre de 1739, gesto al que correspondió Felipe V el 28 de Noviembre. La contienda fue larga y dura, y en ella destacó la más brillante y última guerra del corso, en la que participaron dos corsarios de Huelva, el onubense José Valera, propietario del buque longo Nuestra Señora de la Soledad, y el moguereño Manuel Romero, capitán y dueño del San Antonio y las Ánimas, que hicieron numerosas presas a lo largo de la costa portuguesa.

            A la muerte de Felipe V, el 9 de Julio de 1746, le sucedió su hijo Fernando VI que firmó la paz de Aquisgrán, en 1748, dando fin a la llamada Guerra de la oreja de Jenkins, en la que Inglaterra sufrió la más humillante derrota de su flota en pérdidas de hombres, más de 6.000, y barcos en el fracasado asalto del Almirante Vernon a Cartagena de Indias en 1741, defendida por Blas de Lezo, conocido como medio hombre por las numerosas heridas y mutilaciones habidas en batallas navales. Para esta campaña Inglaterra trasladó al Caribe 124 navíos y 51 fragatas a las que España oponía 33 navíos y 12 fragatas  El inglés, fiado de esta superioridad y convencido de su victoria, la proclamó con pretenciosa antelación siendo celebrada en Londres con grandes festejos y mandándose labrar unas medallas conmemorativas en las que aparecía Lezo arrodillado ante Vernon entregándole su espada y aureolada con la inscripción el orgullo de España humillado por Vernon.
   Cuando se supo la vergonzosa verdad del desastre, el rey Jorge II prohibió que se hablara, comentara o publicara nada de lo ocurrido, ni que los historiadores la contaran. Era una página que había que borrar de la Historia de Inglaterra.



domingo, 17 de marzo de 2013

EFEMÉRIDES NACIONALES


A. Casas.

Archidona, en el día del Señor de 31 de Octubre de 1971

            La gesta protagonizada por el portador de tan deslumbrante arboladura es, sin duda, suficientemente conocida pero no debidamente considerada, ni, por supuesto, loada. Por el contrario, lo que debía ser un brillante eslabón, y lo es, de la historia de nuestra bizarra estirpe, se ha tratado de marginar al sombrío amparo de esa proterva sentencia que tanto daño ha hecho, y sigue haciendo, a nuestra lustrosa piel de toro: Castilla que faze los omes é los gasta.
   A nuestro héroe, que un humilde servidor sepa, ni le han erigido un monumento, ni han rotulado con su nombre calle o plaza alguna (no todas van a ser de la “Constitución”); no se le ha nombrado hijo predilecto de su pueblo, ni le han colgado ninguna medalla, o le han hecho un homenaje con la entrega del iluminado pergamino, o una bandeja de plata con su dedicatoria; qué menos que una placa conmemorativa en el teatro de marras; algo, lo que sea, y para mayor oprobio, ni se le canta en trovas, mayos, jarchas y romances; no existe una reproducción del ilustre atributo, con su correspondiente peana, expuesto en algún museo etnográfico, o exhibido en una cipoteca expresamente diseñada para mostrar esta obra singular de la madre naturaleza, ante la que palidecen las mismísimas Tizona y Colada del Mío Cid. En definitiva, lo que debía ser orgullo y estandarte del ibérico linaje, honra y prez de la patria (C. J. Cela),  por mor de la cochina envidia judeo masónica, se oculta y aherroja con siete llaves.


   Es justo y necesario recalcar que no se trata de un portento aislado, extraño o anecdótico. El calibre del apéndice que mentamos, creado para el más cristiano de los cristianos fines, constituye una de nuestras más ranciosas señas de identidad, cuya constatación fehaciente se remonta, in illo tempore, al renombrado moro Juan, seguido de otros, cuyas actas de pesos y medidas deben andar en códices arrumbados en los húmedos sótanos de algún monacal archivo.

            Como todos los grandes genios, nuestro heraldo, P.B.A., de 24 años entonces, era un hombre del campo, sencillo, y lo hubiera seguido siendo, in seculum, si no fuera porque a su tronca, A.A.M. de 18 años, se le ocurrió, atrincherada en la oscuridad de la sala donde presenciaban, o no, un espectáculo flamenco (soleares, tarantas, seguiriyas, martinetes, tientos y todo eso), jugar a la gallarda con el viril báculo de su compañero.
   Pues va a ser que la noche era calurosa, de luna lunera y torito enamorao, cuando, de repente, atronó el espacio el frenético alboroto que armaban los melindrosos espectadores, que siempre los hay, de las filas de atrás (se calcula que a una distancia entre los 2 y 3 metros), que rugían más que protestaban del estropicio que la parabólica lluvia de todas las lluvias estaba ocasionando en sus ternos, peinados, rebecas, conjuntos y camisas de popelín recién planchadas.
   Enmudeció la sonanta; se paralizó el compás; se quebró el quejío y de pellizco, nada de nada; una cegadora luz iluminó el foro y los probos urbanos, cancerberos del orden y de la moral, cachiporra en mano, se abalanzaron sobre los autores del artesanal refocilo, reos convictos del delito consumado de escándalo público con daños a terceros.

            A tenor de lo que establece el Código Penal y correspondientes de la Ley Procesal, la Ilustrísima Audiencia de Málaga, dictaminó:

Debemos condenar y condenamos a P.B.A., obrero agrícola y a A.A.M., de oficio sus labores, a las penas de dos meses de arresto mayor, multa de diez mil pesetas y a indemnizar, solidaria y mancomunadamente, a los perjudicados R.B. en tres mil quinientas pesetas (por lo del terno) y a M.I.C. en mil quinientas pesetas (coste del hair dresse de señoras, cardados, y permanentes sobre todo), más el pago de las costas procesales, etc., etc.
           
   Cada cosa en su tiempo; y ese Auto de Fe que hoy nos parece desproporcionado y represor de la libertad, pensamos que otro hubiera sido el criterio del Tribunal si la defensa hubiese presentado, como prueba pericial y concluyente, los guarismos que, de acuerdo con el sistema métrico decimal, dimensionan la cilíndrica herramienta calzada en posición cenital. A saber:          

Eslora total......................  42,0  cm.
Diámetro de la base.........    8,5  cm.  (aplíquese la fórmula 2pr)
Diámetro de la cúpula......    7,5  cm.  (                               “ )

(Datos científicamente contrastados y aportados por el Ilustrísimo académico don Camilo José Cela al doctor don J. de P.A., profesor adjunto de Patología Médica). No comment.
   Pronto se van a cumplir las bodas de oro de tan patriótico evento y mejor ocasión no hay para conmemorarlo con algún detalle, yo que sé: un pink, llaveros, pegatinas, una huelga general, un castillo de fuegos artificiales, un pregón, un recorte en las pensiones, concursos, carreras de sacos, construir un aeropuerto en Archidona, la proclamación de la reina de las fiestas, y ¿por qué no un rey?... En fin, cosas que hacer, haylas, excepto la celebración de Juegos Florales, cuyos laureles per seculum pertenecen a nuestro Nobel:

Claro cipote, cuya frente altiva
Cubre de nubes tan tupido velo
Que nos hace  creer que en ella el cielo
Y en sus cojones su razón estriba.

En ti mostró su boca vengativa
El gran león, forzado en su celo,
Y en ti de voluntad empieza el vuelo
Del goterón de leche en lavativa.

Hoy proclama la gloria de Archidona
Que anegas con tus huevos a su gente
Por tu fluidora pija perseguida.

Hoy el mundo en tu justo honor pregona
Que salvo incordio, chancro o accidente,
No hay pija cual tu pija en esta vida.