lunes, 25 de febrero de 2013

CUERNOS FUERA

¡ CUERNOS FUERA  ¡

A. Casas

            Qué las leyes han cambiado y siguen cambiando; qué los conceptos a la hora de valorar determinadas conductas sociales también han cambiado y continúan cambiando, y, en consecuencia, no sólo se modifican sino que generalmente son aceptados y legislados aunque se haya de diferenciar el intolerante vínculo religioso-jurídico que impera y dirige el comportamiento de ciertas colectividades en las que las ancestrales tradiciones y faltas de contenido afectivo, mantienen la superioridad del varón sobre la mujer que queda relegada a la condición de flagrante inferioridad y sumisión, incluso despojada de sus elementales atributos naturales, subordinándola, sexualmente, a una dependencia meramente pasiva (ablación) y sometida en casos concretos a sanciones reguladas, brutales y atroces (lapidación, mutilación, azotes, etc.).
   Con matices, la situación normal de la fémina (fides minima), desde la más remota antigüedad hasta hace un siglo, más o menos, estaba reducida al repudio de la natural disposición humana a desarrollar su personalidad individual e independiente, recayendo sobre ella toda clase de interdicciones sociales, políticas, religiosas y económicas, fruto de la cerrada mentalidad misógina fermentada en el espurio  mito de Eva, soporte y anclaje de la autoridad del hombre y forjador del “honor” como aparejo moral del control físico sobre la hembra: el casamiento de un hidalgo con una plebeya no repercutía en la hidalguía de los hijos, mientras que, en caso contrario, la perdían en la escala social, o, en el caso de adulterio de la mujer, se evaluaba como un delito que atentaba gravemente contra el honor conyugal y familiar, fracturando el equilibrio moral de la sociedad, estableciendo las leyes que, en este caso no pudiendo acusar ni querellar sobre este crimen otro que el consorte agraviado, incurriendo los denunciados en la pena capital y otorgándose al cornudo la gracia  de que, en estricta justicia reparadora y de resarcimiento, él mismo podía ejecutar el castigo: Si el adulterio fuese hecho con voluntad de la mujer, desta y el adulterador haga el marido dellos lo que quisiese. Tampoco los cornudos consentidos se libraban del oportuno castigo: la primera vez eran condenados a la vergüenza pública y 10 años de galeras, y la segunda a recibir 100 azotes y galeras perpetuas.

  
   El caso más notable y escandaloso de esta rigurosa forma de entender, aplicar y cumplir la sentencia, sucedió en Sevilla en el año 1565, con motivo de la denuncia del tabernero Silvestre de Angulo acusando a su mujer de un delito de adulterio realizado con un mulato. Arrestados los dos proscritos, fueron encerrados, separadamente, en los lúgubres calabozos de la Cárcel Real, situada en la calle Sierpes, institución penitenciaria que Santa Teresa de Jesús comparaba con el infierno. Transcurridos dos años de aciaga reclusión, se ordenó la consumación de la sentencia en un tablado levantado ex profeso en la Plaza de San Francisco a la que condujeron a los dos condenados acompañados, como era de rutina, por varios frailes franciscanos y jesuitas entonando salmodias y aleluyas. Una vez en el patíbulo despojaron a la  desdichada del manto que la cubría y partiéndolo en dos pedazos les vendaron los ojos; acto seguido, los frailes se arrodillaron ante el impasible Angulo invocándole vehementemente que por la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo perdonase a los reos, pero el afrentado, con ira incontenible, se negó a conceder la clemencia que se le rogaba, con gran satisfacción de la turba que jaleaba su “hombría”.
   Siendo firme su decisión y con el permiso de los jueces, saca un afilado cuchillo con el que con saña, rabia y furia empieza a acuchillar a sus victimas, procurando causarles el mayor daño posible y de forma que el sufrimiento se alargara en el tiempo. La sangrienta carnicería excedía los límites de la crueldad, soliviantando el ánimo de los asistentes que de las aclamaciones pasaron al horror y a las protestas, teniendo que intervenir los alguaciles para que acabara inmediatamente con aquella bestial escabechina; así lo hizo el vengativo verdugo, pero cuando se disponía a bajar del cadalso, una voz del público vociferó ¡el mulato se mueve!; Angulo se volvió y de una certera cuchillada degolló al moribundo. Rematada la faena se dirigió a los asistentes, se quitó el sombrero y arrojándolo al aire gritó ¡Cuernos fuera!.
  
   Indudablemente se trata de un caso excepcional en cuanto a su ferocidad y duración, ya que algunas situaciones similares concluyeron con un final más afortunado e indulgente, en el que los infamados, por el deseo de morir con la conciencia limpia, perdonaron a las infieles pecadoras, como ocurrió en Córdoba, donde Juan de Villalpando dispensó a su mujer Catalina de Pineda de adulterio consumado con Honorato de Spindola, ginovés, con Luís de Godoy e con otras ciertas personas, e ellos con vos. Algo parecido ocurrió en Sevilla con Martín Rodríguez que también perdonó a su esposa Juana García y a Juan Jiménez, ambos condenados a muerte por el dichoso fornicio adulterino. Cómo ya apuntábamos al principio, esta clase de leyes son de las que han cambiado y, seguramente, más que cambiarán todavía…

sábado, 23 de febrero de 2013

EL TESORO DEL WESTMORLAND

EL TESORO DEL WESTMORLAND

A. Casas

Livorno era considerado por los ingleses como su puerto en el Mediterráneo. Por su condición de puerto franco, así como  su internacionalizad y neutralidad declarada en el Tratado de Londres de 1718, lo convertía, por sus muchas ventajas políticas y económicas, en escala obligada de los navíos británicos para la carga y descarga de mercancías, hacer aguada, abastecerse de provisiones y pertrechos, efectuar reparaciones, comprar armas y municiones, además del embarque y desembarque de pasajeros, especialmente los del Gran Tour, como eran llamados los viajes culturales que realizaban los jóvenes de la aristocracia y clase adinerada de Inglaterra, generalmente acompañado de tutores, los bear leaders, para los que precisamente desde Livorno era fácil el acceso a Pisa y Florencia,  era uno de los obligados destinos ideales por sus riqueza artísticas, sin desdeñar otros aspectos más lúdicos en los que entraban el vino, las aventuras amorosas y la compra de obras de arte, con acusada preferencia sobre las antigüedades, no siempre auténticas y no siempre de forma legal.
   Era una clase de comercio marítimo que se disputaban, sobre todo, España, Francia e Inglaterra, y cuyo monopolio se basaba en el dominio de los mares que únicamente podía ejercerse con una gran fuerza naval. Cuando la fragata “tres palos” Westmorland, un navío inglés de 300 toneladas, 60 tripulantes, armado con 22 cañones y que navega con Patente de Corso atraca en marzo de 1778 en el puerto de Livorno, Francia e Inglaterra se acaban de declarar la guerra. El buque carga mercancías preferentemente consignadas a Londres: bacalao, salazones, vino, pasas, azufre, seda, quesos, sedas, cáñamo y otros productos; finalizada la estiba y formalizada la documentación y pólizas reglamentarias, al navío se le asignan como escolta, pues así está establecido por el Almirantazgo inglés en caso de guerra, al buque Duca di Savoia. Todo está listo para zarpar, mas el capitán, Willis Machell, aduce una serie de razones para no hacerlo, lo que origina las protestas y reclamaciones de aseguradores y fletadores. Arreglados los inconvenientes alegados, se ordena la partida acompañado del Real Giorgio, pero nuevamente el capitán pone trabas con argumentos fácilmente rebatibles y con las consiguientes denuncias de las partes afectadas por las repetidas demoras que vuelven a repetirse, ordenándose que esta vez le acompañe como escolta el Gravina. Continúan siendo un misterio las razones, y debían de haberlas y muy concluyentes, por las que Willis Machell permaneció nueve meses atracado sin querer salir a la mar, consciente de los grandes perjuicios y pérdidas que estaba causando a los cargadores y de los riesgos que corrían determinadas mercancías en cuanto a su previsible deterioro, putrefacción y disminución de su valor en el mercado.

   Por fin, entre los últimos días de diciembre y el primero o segundo de enero de 1779, el Wetmorland, después de reforzar su artillería con cuatro cañones más, se hace a la mar navegando en conserva con el Gran Duca di Toscana y el “brigantino” Southamton. Sobre la misma fecha, zarpaban de Tolón los navíos de línea franceses Cathon (50,70-13,16-6,39) y Destine (54,60-14,17-6,82), el primero un 64 cañones con 600 hombres, y el segundo un 74 cañones  con una tripulación de 700, cruzándose su  derrota con el convoy inglés que apresan conduciéndolo a Málaga, donde arriban el 15 de enero de 1779. En los interrogatorios pertinentes ante las autoridades marítimas, el capitán Willis Machell deja asombrados a todos al declarar que la carga que transporta está valorada en la astronómica cifra de cien mil libras esterlinas, ya que lleva 59 cajas debidamente embaladas con obras de arte en las que entran esculturas, pinturas, libros, cerámica, mobiliarios, grabados, láminas, estampas, instrumentos musicales, urnas, candelabros, mármoles e incluso reliquias sagradas, no declaradas en el Manifiesto, y otras piezas de gran valor, muchas de ellas por encargo de personajes como el duque de Gloucester, hermano del rey Jorge III de Inglaterra. Se da cuenta de la situación al conde de Floridablanca, Primer Secretario de Estado, que inmediatamente informa al rey Carlos III, el cual ordena la compra de todas las que se puedan y que sean trasladadas a la Real Academia de Bella Artes de San Fernando, de la que es secretario don Antonio Ponz, el autor de la obra Viaje de España, a quien se encarga la elaboración del correspondiente inventario y clasificación del material que va llegando a Madrid, y que es repartido entre la Academia de Bellas Artes de San Fernando, el Palacio Real (una chimenea de mármol), la Casita del Príncipe en el Pardo, la Biblioteca Real, el Museo del Prado y otras instituciones, independientemente de las que se quedaron en colecciones particulares, como la del propio Floridablanca. Se estimó que la pieza más valiosa era el cuadro de Mengs (Anton Raphael), Perseo y Andrómeda, que la compró el Ministro de Marina de Francia, Monsieur Sartine, que a su vez la vendió por un elevadísimo precio a Catalina II de Rusia y que hoy puede admirarse en El Ermitage de San Petersburgo; las reliquias, auténticas o supuestamente sagradas, fueron reclamadas por el Vaticano y entregadas al Nuncio Monseñor Colonna.

   Los navíos apresados y las mercancías requisadas, declarados como botín de guerra , fueron subastadas, efectuándose el intercambio de prisioneros ingleses por franceses, y el Westmorland, navegando ya bajo  pabellón francés, fue represado por los ingleses cuando se dirigía a Cuba. Actualmente se sigue investigando sobre la cantidad y calidad de las obras de arte que se desembarcaron en Málaga. 

jueves, 21 de febrero de 2013

BRAGAE VINDICATA

BRAGAE VINDICATA

A. Casas

Sebastián Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española (1611), define a la Braga como, Cierto género de zaragüelles justos que se ciñen por los lomos y cubren las partes vergonzosas por delante y por detrás, y un pedazo de los muslos. Usan de ellas los pescadores y los demás que andan por el agua, los que lavan lana, los tintoreros, los curtidores; también las usan los religiosos y llámanlas paños menores. Antiguamente usaron de las bragas los que servían en los baños, por la honestidad, los que se ejercitaban en los gimnasios, luchando y haciendo los demás ejercicios desnudos. Los que entraban a nadar, que se enseñaba en Roma con gran cuidado, por lo mucho que importaba para la guerra. Los pregoneros, porque no se quebrasen dando grandes voces. Los comediantes, los canteros, los trompeteros y los demás que tañían instrumentos de boca. La cobertura en la horcajadura de las calzas se llama bragueta…

   De todo lo expuesto queda muy claro que la braga era un tipo de ropa exclusivamente masculina, ya que esa parte que algunos llaman vergonzosas y otros paquete, las mujeres no se las cubrían expresamente, ocultándolas con faldas, refajos, enaguas y, en su momento, por los guardainfantes que ahuecaban el vestido de cintura para abajo, como podemos ver en las Meninas de Velázquez, aunque se apretaban el vientre y las caderas con unas bandas o fajas que recibían el nombre de subliguculum y también caestus, pero dejando la presea al relente.
   Pero Covarrubias cae en el error de asimilar las bragas a los zaragüelles, pues mientras las primeras eran, y son, prendas cortas interiores, las segundas eran exteriores, a modo de calzón, generalmente hasta la mitad de las pantorrillas, muy anchos y usados principalmente por la gente de mar. Parece ser que fueron traídos a Europa por los cruzados al tratarse de una vestimenta típica de turcos y griegos, de ahí su similitud con los greguescos que Quevedo llamaba las    cachondas.                                                     
   Las bragas eran muy cortas y se ponían para ir a los gimnasios, como una especie de taparrabos que los griegos llamaban zona y los romanos perizoma, y cuando se alargaban hasta medio muslo se designaban femoralia, imprescindibles para los soldados en sus largas marchas sin roces molestos que las dificultaran. Los romanos observaron que los bárbaros ya las empleaban de paños de cierto grosor e incluso de cuero para cabalgar, y al comprobar su utilidad  por la sujeción y defensa que hacía de las dichosas partes vergonzosas, no dudaron en copiarlas, convirtiéndose en necesarias e incluso obligatorias para los jinetes, aunque terminó por erigirse en una prenda habitual de vestir entre los hombres, por debajo de las calzas, calzones, más tarde pantalones (siglo XIX), con mayor o menor largo y abriendo por delante, por razones obvias, una abertura que es lo que se denominó y se sigue denominando bragueta.

   Pero la cosa cambió radicalmente por mor de un lamentable suceso que cambió el curso de la Historia. Ocurrió a mediados del siglo XVI siendo Regente de Francia Catalina de Médicis, viuda del rey Enrique II, hijo de Francisco I, famosa por sus intrigas palaciegas y aficionada a los envenenamientos; un día cualquiera, como otros muchos, al ir a montar en su caballo para dar un paseo, se resbaló cayendo al suelo con tan mala fortuna que quedaron al aire sus reales vergüenzas. Naturalmente, los cortesanos presentes se volvieron rápidamente de espaldas, pues de no haberlo hecho les hubiera costado la cabeza, o por lo menos los ojos; sabían muy bien como se las gastaba doña Catalina que no le tembló el pulso para urdir la brutal matanza conocida como la Noche de San Bartolomé. La reina, consciente de que un incidente de esa índole se podía repetir, ordenó que las damas, para los ecuestres menesteres, obligatoriamente debían de enfundarse unas bragas semejantes a las que utilizaban los hombres. Dicho y hecho, pero muy pronto las féminas aprendieron que estas prendas íntimas interiores podían constituir un elemento, no sólo de pudor, sino también de elegancia, y, si venía a cuento, de arma de seducción; de modo que empezaron a aparecer confeccionadas de tejidos suntuarios como la seda, el tisú, el lienzo fino, de donde procede el nombre de lencería, con encajes y bordados, con volantes, adornadas de pedrería, de distintos colores (el negro era el preferido), y otros sofisticados artificios que crearon un sutil campo de competencia según el nivel económico, de nobleza y aun de intenciones.
   En definitiva, que los hombres nos quedamos sin bragas, sin nuestras bragas, y nos dejaron en calzoncillos y con las cacofónicas braguetas, o todavía más cursi, las impropiamente llamadas pretinas que, en tiempos de Carlos III, la Santa Inquisición prohibió por considerar que daban una pecaminosa y obscena imagen de viril ostentación y provocación, debiendo ser sustituidas por unas aberturas laterales, más decentes y menos exhibicionistas. Hubo quienes hicieron caso, pero, en general, la interdicción, como suele pasar, no surtió efecto, sino todo lo contrario, y las braguetas siguen desempeñando su digna, natural y cómoda misión.















           

RODRIGO CABALLERO


Pubicado en EL MUNDO el 20 de octubre de 2009

miércoles, 20 de febrero de 2013

Ana María de Soto

ANA MARÍA DE SOTO

A. Casas

         El 26 de marzo de 1793 causa alta como marinero voluntario, y por seis años, el joven de dieciséis años de edad que dice llamarse Antonio María de Soto, hijo de Tomás y de Gertrudis de Aljama, y natural de la villa de Aguilar, perteneciente al obispado de Córdoba. Hecho el asiento reglamentario, es destinado a la 6ª Compañía, 11 Batallón de Marina. Los Batallones de Marina constituyen el Cuerpo de Infantería de la Marina fundado por Carlos I en 1573 con el nombre de Infantería de la Armada. Con motivo de la guerra con Francia, el 4 de Enero de 1794, Soto se embarcó en la fragata Mercedes, de 34 cañones, realizando diversas campañas de escolta y vigilancia de las costas españolas para, finalmente, dirigirse a Rosas, sitiada por los franceses que acababan de conquistar Figueras sin encontrar resistencia. A la llegada y con la protección artillera de la flota de Gravina, el batallón de Soto desembarcó uniéndose al grupo de soldados que, heroicamente, defendían la plaza, hasta que la situación se hizo insostenible teniendo que retirarse y reembarcar nuevamente, dirigiendo Gravina la evacuación. En esta su primera acción militar, destacó por su valor y sacrificio.
   En 1796, la Mercedes  fue asignada a la flota de don Juan de Lángara hasta que, declarada la guerra a Inglaterra, se unió a la escuadra bajo el mando del teniente general don José de Córdoba y Ramos que enarbolaba su insignia en el Santisima Trinidad, el mayor barco del mundo, de 130 cañones y el único de cuatro puentes; la escuadra zarpó de Cartagena el 1 de febrero de 1797 para  enfrentarse a la inglesa mandada por el almirante sir John Jervis y en la que figuraba el navío Captain mandado por el comodoro Nelson. Ambas se encontraron el 14 de febrero de 1797 a la altura del cabo San Vicente, sin que además de otras graves deficiencias y errores, la española nunca logró estar debidamente formada en línea de combate, causas principales del desastre naval que nos costó la pérdida de varios navíos, unos 300 muertos, alrededor de 1500 heridos y 3000 prisioneros, mientras los ingleses sólo tuvieron 75 muertos y 325 heridos aproximadamente. Los restos de la escuadra pudo refugiarse en Cádiz, donde se procedió a las carena de los navíos más perjudicados, entre ellos la fragata Mercedes, aunque no consta que sufriera bajas. Jervis fue premiado con el título de Conde de San Vicente y Nelson fue ascendido a Contralmirante, mientras que Córdoba fue inhabilitado y privado de su cargo, restituyéndose en la mando de la armada a Mazarredo que, una vez rearmados los navíos, levantó el cerco de Cádiz que sostenía Jervis. En estas acciones intervino Soto como infante de la Mercedes, que al ser enviada en febrero de 1798 con tropas a Venezuela, su batallón fue embarcado en la fragata Matilde que también había intervenido en la batalla del cabo San Vicente; pero apenas incorporado, Soto fue atacado por unas fiebres altísimas que requirieron un concienzudo reconocimiento médico, durante el cual, inevitablemente, afloró la condición de su verdadera naturaleza, descubriéndose con sorpresa que se trataba de una mujer, situación que la obligó a declarar que su verdadero nombre era Ana María Antonia de Soto. Enviado el preceptivo informe a las autoridades de la Marina, y una vez curada del mal que padecía, el almirante Mazarredo ordenó el 7 de Julio de 1798 su inmediato desembarco, a la espera de lo que, al respecto, dispusiera Su Majestad Carlos IV sobre caso tan singular que por primera vez se daba en la historia de la Infantería de la Marina Española, consignándose en el despacho que en el tiempo que ha servido se ha hallado en el ataque de Bañuls, en Cataluña, en la defensa y abandono de Rosas y en el combate naval del día 14 de febrero de 1797, como en diferentes acciones de las lanchas cañoneras y demás fuerzas sutiles de Cádiz contra los ataques de los enemigos.
A la vista de la brillante hoja de servicios que avalaba su historial militar, se dictó una Real Orden por la que: Con esta fecha digo al Comandante General de la escuadra del Océano D. José de Mazarredo lo siguiente: Habiendo dado cuenta al Rey de cuanto V.E. en carta del 13 del presente mes, que trata sobre lo acontecido con Ana María de Soto, que ha servido bajo el nombre de Antonio, de soldado en la 6ª compañía del 11º batallón de Marina; y enterado S. M. de la heroicidad de esta mujer, la acrisolada conducta y singulares costumbres con que se ha comportado durante el tiempo de sus apreciables servicios, ha venido en concederla dos reales de vellón diarios por vía de pensión, y al mismo tiempo, que en los trajes propios de su sexo pueda usar de los colores del uniforme de Marina como distintivo militar. Lo que prevengo a V.S. de orden del Rey para su cumplimiento en la parte que le toca, y ruego á Dios le guarde muchos años. Madrid 24 de Julio de 1798.- Juan de Lángara.
El 1 de Agosto de 1798, se le dispensa licencia absoluta, y el 4 de Diciembre de ese mismo año, por Real Orden, se la asciende a grado y sueldo de sargento primero para que pueda atender a sus padres.
   Corren tiempos difíciles en España, y en 1813 Ana María reclama su paga de sargento que no se le abona desde 1808, y de remate, en 1819 Hacienda le retira la licencia de un estanco de tabacos que administraba en Montilla, en virtud de que no puede disfrutar de dos sueldos del Estado.
   Lo dijo Alfonso Fernández Coronel (s. XIV): Esta es Castilla que face los homes e los gasta…

Cervantes y América

CERVANTES Y AMÉRICA

            Ese año, 1590, resignado y convencido de que por lo menos, en lo que a él respecta, su destino está en las manos de Dios, opta por buscar nuevos y más dilatados horizontes en las Indias, alejándose de las mendaces covachuelas de la Corte, antes de que la podredumbre que emana de ellas emborronen su honra y dignidad.

          Viéndose , pues, tan falto de dineros, y aun no con muchos amigos, se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella gran ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio   y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, palo y cubierta de los jugadores a quien llaman ciertos los peritos en el arte, añagaza y remedio particular de pocos.

      Nuestro poeta tiene familiares en el Nuevo Mundo; su pariente Juan de Cervantes, tesorero de la iglesia de Tlascala en Méjico, y sabe de muchos que en aquellas feraces tierras han hecho fortuna; Felipo de Carrizales con cuarenta y ocho años, algo mayor que él, completamente arruinado se embarcó a las Indias y, pasadas dos décadas, regresó con un conspicuo patrimonio. ¿Por qué no probar? ¿Es qué la Corte, por una vez, no le iba a conceder un empleo digno, al que tenía derecho, que le permitiera rehacer su vida para gozar de una vejez tranquila y sin privaciones? ¿Es qué no se le merecía? Y si no volvía rico, podía volver santo, como Cristóbal de Lugo que en las Indias encontró la santidad bajo el nombre de fray Cristóbal de la Cruz.

   Dejar el ingrato y mal pagado cargo en Andalucía, encargado de las sacas de trigo y aceite para proveer a las armadas de Su Majestad. En este desagradable oficio, que no sólo no lo sacaba de la miseria, sino que lo sumergía en medio de una pandilla organizada de chanchullos, extorsiones y fraudes que, lo quisiera o no, le rozaban sin que pudiera evitar verse involucrado en acusaciones de estafa y aun de dormir en la cárcel, con evidente perjuicio de su ya de por sí precaria subsistencia material y espiritual.

            Pareceme hermano mío, dijo Auristela a Periandro, que los trabajos y los peligros no solamente tienen  jurisdicción en el mar, sino en toda la tierra…

   La ocasión de abandonar sus desagradables comisiones se le presentó en Sevilla, al informarse de las vacantes de la Contaduría del Nuevo Reino de Granada, la de Contador de las galeras de Cartagena de Indias, la Gobernación de la provincia de Soconusco (Guatemala) y la de Corregidor de La Paz.
   Eran puestos apetecidos y codiciados, dotados de un buen salario, sin contar los extras, gajes y otros beneficios que el cargo solía aportar, en mayor o menor cuantía, según las tragaderas y escrúpulos del oficiante. En general se recomendaba que estos cargos debían ofrecerse a los conquistadores pobres y sus descendientes, fórmula maleable e ideal para encubrir, legalmente, tejemanejes y prevaricaciones.
   Sin perder tiempo, preparó un Memorial  al rey adjuntando las Informaciones de Argel, solicitando una de dichas plazas. Se ha de reconocer que entre este Memorial y el que envió a Mateo Vázquez existen  notorias diferencias, en el tiempo y en el espacio, marcadas por circunstancias diametralmente opuestas, incluso en el estilo, pues el dirigido al Secretario real está escrito en verso, quizás con la idea de sorprenderlo agradablemente y esperando que lo aceptara como un reconocimiento, otra cosa es que fuera sincero, de las aficiones poéticas de Mateo Vázquez, indiscutiblemente un hombre culto.
   Por otra parte, el Memorial a Felipe II está elaborado por un hombre libre, mientra que el de Argel, trece años antes, es el de un prisionero siempre encerrado y cargado de cadenas. El Memorial, desde el cautiverio, es esencialmente una mezcla cáustica de denuncia y reproche, pero, sobre todo, un canto a la libertad, mientras que el que envía al rey es, principalmente, reivindicativo.
   El Memorial dice así:

            Señor: Miguel de Cervantes Saavedra dice que ha servido a V.M. muchos años en las jornadas de mar y tierra que se han ofrecido de veintidós años a esta parte, particularmente en la Batalla Naval, donde le dieron muchas heridas, de las cuales perdió una mano de un arcabuzazo – y el siguiente fue a Navarino y después a la de Túnez y a La Goleta; y viniendo a esta corte con cartas del señor Don Juan y del Duque de Sessa para que V.M. le hiciese merced, fue cautivo en la galera del Sol él y un hermano suyo, que también ha servido a V.M. en las mismas jornadas y fueron llevados a Argel, donde gastaron el patrimonio que tenían en rescatarse y toda la hacienda de sus padres y los dotes de dos hermanas doncellas que tenía, las cuales quedaron pobres por rescatarse y toda la hacienda de sus padres los cuales quedaron pobres por rescatar a sus hermanos; y después de libertados, fueron a servir a V.M. en el Reino de Portugal, y a las Terceras con el Marqués de Santa Cruz, y ahora al presente están sirviendo y sirven a V.M. el uno de ellos en Flandes de alférez, y el Miguel de Cervantes fue el que trajo las cartas y avisos del Alcayde de Mostagan y fue a Orán por orden de V.M.;  y después ha asistido sirviendo en Sevilla en negocios de la Armada, por orden de Antonio de Guevara, como consta por las informaciones que tiene; y en todo este tiempo no se la ha hecho merced ninguna. Pide y suplica humildemente cuanto puede a V.M. sea servido de hacerle merced de un oficio en las Indias, de los tres o cuatro que al presente están vacos, que es el uno la Contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la provincia de Soconusco en Guatemala, o Contador de las galeras de Cartagena, o Corregidor de la ciudad de La Paz; que con cualquiera de estos oficios que V.M. le haga merced, la recibirá, porque es hombre hábil y suficiente y benemérito para que V.M. le haga merced, porque su deseo es a continuar siempre en el servicio de V.M. y acabar su vida como lo han hecho sus antepasados, que en ello recibirá muy gran bien y merced.

Miguel de Cervantes Saavedra.
A 21 de Mayo de 1590.
Al Presidente del Consejo de Indias.

   Reunido el Consejo, se acordó denegar la solicitud, diciéndole: busque por acá en que se haga merced. (En Madrid, a 6 de Junio de 1590. El Dr. Núñez Morquecho).

   Que la decisión es injusta no cabe la menor duda, aunque habrá que felicitarse de la estulticia del Consejo de Indias que la Providencia compensó pródigamente con la fecunda dedicación de Cervantes a la novela, la comedia, la poesía y los entremeses.En esas fechas, el Consejo de Indias estaba constituido por:

   Presidente: D. Hernando de la Vega y Fonseca. Consejeros: Licenciado D. Diego Gasca de Salazar.- Licenciado Medina de Zarauz.- Licenciado D. Luis de Mercado.-Doctor Pedro Gutiérrez Florez.- Licenciado Pedro Díez de Tudanca.- Licenciado Benito Rodríguez Valtodano.- Licenciado Agustín Álvarez de Toledo, y Relator Doctor Núñez Morquecho.

   La histórica Comisión que estudió la petición de Cervantes y acordó su denegación, estaba formada por Su Señoría y los Señores Gasca, Medina, don Luis, el doctor González Florez, Tudanca, Valtodano, Agustín Álvarez de Toledo y el doctor Núñez Morquecho. 
  
   El Memorial es la exposición escueta y resumida de una brillante hoja de servicios a V.M. durante veintidós años, por mar y por tierra: Lepanto (La Batalla Naval), Navarino, Mostagán y Orán, que son, debían ser, avales sobresalientes para que hubieran tenido otra clase de acogida y de respuesta por tan alta institución. Del mismo se deduce, además, que durante su estancia en tierras lusitanas recibió, por Real Cédula, y seguramente a través de la mediación de Mateo Vázquez, la provisión de importantes y secretas misiones en Orán y Mostagán, de las que apenas si sabemos algo más de lo que se transcribe y de lo que se trasluce en la Real Cédula expedida en Tomar el 21 de mayo de 1581, en la que se ordena a Lope de Giner que le entregue a Cervantes cincuenta ducados, que montan dieciocho mil setecientos ducados, a cuenta de los cien que se le debían pagar teniendo consideración que iba a ciertas cosas del Real servicio.
   De acuerdo con lo que en la citada Real Cédula se establece, Cervantes se embarcó en Cartagena con destino a las plazas africanas para el cumplimiento de la misión encomendada, y así parece confirmarlo el Libro de Cuentas del mencionado Lope de Giner, pagador de las Armadas de S.M., en la ciudad de Cartagena, donde se dice en 26 de junio pagué, por Cédula de Su Magestad, á Miguel de Cervantes, vecino de Cartagena, digo estante en Cartagena, su fecha en Tomar á 21 de mayo de 1581, dieciocho mil setecientos cincuenta maravedís.

Alberto Casas.- Miguel de Cervantes. La ciencia de los marineros y el arte de navegar. (Capítulo VI, pags. 73-80)


jueves, 14 de febrero de 2013

Beatriz Enriquez de Arana

BEATRIZ ENRIQUEZ DE ARANA

A. Casas

            En documentos de la época aparece como Beatriz Henriquez de Harana, y en Córdoba se pronunciaba Jarana. Esta morenaza, de rompe y rasga, según las crónicas, y de unos veinte ardientes abriles, cayó en las redes de un apuesto y maduro aventurero, admirado y respetado en Córdoba, por tratarse de un caballero que contaba con la amistad y protección del duque de Medinaceli, del Contador Real don Alonso de Quintanilla, del confesor de la reina y prior de Prado, fray Hernando de Talavera, y del hombre más poderoso del reino, el cardenal González de Mendoza, pero, más importante todavía, es que era recibido en audiencia por los reyes, Doña Isabel y don Fernando que, además, le proveían de los medios necesarios para su subsistencia; algunas de estas partidas  se conocen: 3000 maravedís el 3 de mayo; otros 3000 el 3 de Junio, y 4000 el 27 de Agosto, todas en 1487, fecha en la que se supone que conoció a Beatriz Henriquez.
   Si la joven cordobesa se sintió, no sólo atraída por el hombre, sino por los sueños de una vida de lujo y honores en la Corte, a Colón le rindieron la juventud, la belleza y la carne. Los historiadores discuten sobre quién sedujo a quién, pero como dice el refrán, hay ciertas cosas que no tienen enmienda, y las consecuencias de estos ardores se tradujeron en el embarazo de la moza,  dando a  luz, el 15 de Agosto de 1588, a un niño al que  se bautizó con el nombre de Hernando.
   El escándalo afectó especialmente al entorno familiar: los Torquemada, los Torreblanca (parientes de Cervantes), los Harana, los Sánchez, los Tocino, etc, que exigían la reparación de la afrenta. A Colón se le acusaba de haber abusado de la confianza de una huérfana desamparada e inocente hasta hacerla caer en sus brazos. El futuro Almirante zanjó la situación empeñando, solemne y formalmente, su palabra de matrimonio, tal vez convencido de que la cumpliría; apaciguados los ánimos de los parientes, entre ellos, los de su primo Diego de Harana y de un tal Alonso Sánchez, a los que llevó en su primer viaje descubridor a bordo de la nao Santa María, el primero con el cargo de Alguacil Mayor, y el segundo como físico de la flota; ambos quedaron en la Española en el fuerte de La Navidad, y según Las Casas,  Diego murió ahogado huyendo de los indios.
Si Colón estuvo o no realmente enamorado, es un secreto que se llevó a la tumba, aunque no es menos cierto que la tuvo permanentemente en su pensamiento, hasta el punto de jugarse su prestigio al quitarle a Rodrigo de Triana los 100.000 maravedís de premio que había para el primero que viese tierra, albricias que entregó a la que todavía, al parecer, era su amada. En el Memorial de 1502 manda a su hijo Diego, haya de ti diez mil maravedís cada año, allende de los otros que tiene en las carnecerías de Córdova. En el Codicilo de 1505 se lo vuelve a recordar, le mando que haya encomendada á Beatriz Enriquez, madre de Don Hernando, mi hijo, que la probea que pueda bebir honestamente como persona á quien yo soy en tanto cargo. Y esto se haga por mi descargo de la conciencia porque esto pesa mucho para mi alma, razón dello no es licito escribir aquí. Estas disposiciones fueron respetadas por don Diego, estableciendo en su testamento de 16 de mayo de 1509: Mando que a Beatriz Enriquez serán dados diez mil maravedís cada año, allende de los diez mil que le mandó dar el Almirante, mi padre, de manera que son por todo veinte mil maravedís en cada un año, mientras viviere. Estos desvelos por asegurar el bienestar de la cordobesa, ¿son frutos del remordimiento por el daño que sabe ha causado?
   Qué Colón estaba dispuesto a cumplir su palabra de matrimonio lo demuestra el hecho de que, antes de embarcar en Palos, enviara a su hijo Diego a Córdoba a cargo de Beatriz, pero la cosa cambió a su vuelta triunfal y ser recibido por los reyes en Barcelona, desde donde ordenó que sus dos hijos, Diego Y Hernando, fueran enviados a la Corte a servir como pajes del príncipe don Juan. Colón era ya Don, Almirante de la Mar Océana y Visorrey de las Indias; ¿Podía un personaje de tan alta alcurnia casarse con una plebeya que, además, había sido su amante? ¿Fueron estas diferencias las que le redimen de la coyunda con Beatriz?
   Es una cuestión que aún se debate: para unos, Colón es informado de ciertos devaneos de la cordobesa; para otros, el repudio del Almirante es la causa, tal vez por despecho, el que la arrastra a una conducta relajada, criterio que puede explicar los remordimientos y sentimientos de culpabilidad que hasta su muerte perturbaron al Almirante al sentirse responsable de la degradación de la andaluza; Don Hernando, su propio hijo, la ignoró totalmente, que Nuestro Señor la perdone, dice, e incluso renunció a la herencia materna en  favor  de su primo Diego de Harana. Es la historia de una pasión efímera y de unas conciencias atormentadas.        

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         
           

miércoles, 13 de febrero de 2013

LA TRAGEDIA DEL CABEZO DE SAN PEDRO

LA TRAGEDIA DEL CABEZO DE SAN PEDRO

 

            A las seis de la mañana del día 12 de septiembre de 1956, un espantoso estruendo despertó a la ciudad de Huelva, especialmente la zona que comprendía las calles Aragón, Ginés Martín, La Palma, Ruíz Velez y colindantes. Rápidamente, la gente se agolpó en las calles preguntándose la causa del infernal ruido, pero uno de ellos, D. Antonio Rengel, practicante de la Renfe y durante muchos años del equipo de futbol Recreativo de Huelva, que vivía en la calle Aragón, número 7, al asomarse contempló horrorizado como apenas diez o doce  metros frente a él, una serie de casas se hallaban destruidas y sepultadas por toneladas de barro y bloques gigantescos sobre ellas, causantes indudables del desastre. Próximo a la hecatombe vivía el Delegado Provincial de Auxilio Social, el camarada Santos López Martos, que al darse cuenta de la magnitud del espectáculo desgarrador que a su vista se ofrecía, lo puso en conocimiento del Gobierno Civil. Al instante, comenzaron a llegar los bomberos, la policía local y nacional, la Cruz Roja y 300 soldados del Regimiento de Granada número 34 que empezaron a retirar piedras y barro y, sobre todo, a la búsqueda de los moradores de las viviendas siniestradas. Las ruinas correspondían a ocho pisos, cuatro en la planta baja y otros cuatro en la alta, numerados con el número 12; también las número 10 y 8 habían resultado bastante afectadas. En resumen, el cabezo de San Pedro se había desplomado sobre ellas.

    Los trabajos de  descombro y rescate, arduos y peligrosos, y la evidencia de la catástrofe empezó a sacar a la luz imágenes trágicas de cadáveres, heridos, llantos y gritos. D. Antonio atendió inmediatamente a los heridos, alojándolos en su casa, a la espera de que fueran trasladados al Hospital Provincial (después Universidad) situado en la plaza de la Merced.
   Mientras tanto, al lugar acudían las autoridades locales: el Gobernador Civil don Manuel Valencia Remón, Teniente Alcalde por hallarse ausente el titular, don Antonio Segovia Moreno que al enterarse de la noticia se puso inmediatamente en camino; el Deán de la Catedral don Julio Guzmán López, de la Diputación y demás organismos.
   El recuento de las víctimas no podía ser más doloroso: trece muertos y diez heridos, que fue, casi unánimemente, la portada de la prensa local:

SENTIMIENTO EN LA CIUDAD
El desprendimiento de un cabezo en la calle Aragón produjo numerosas víctimas
Los muertos se elevan a trece y los heridos diez, cinco de ellos graves

Los muertos fueron:
   Ricardo Vilches Salas (35 años de edad).- Esperanza Alza Carrasco (38).- Quiteria Hernández Pérez (31), que murió aplastada abrazando el cadáver de su hija, María Román tratando, inútilmente, de salvarla.- Josefa Morales Salguero (15).- Petra Pérez Asencio (84).- Antonia Morales Pérez (55).- Rafael Morales Pérez (46).- María Luisa Carrasco Camacho (72).- Francisco Mojarro Ronda (58).- Juan Albujar Ceballos (8).- Antonia Alza Barranco (45).- Adela Carrasco Mojarro (27).- María Román Hernández (1 mes).

            Heridos graves:
   Rafael Martos Orta (52).- Faustino Cardoso Tebas (38).- Antonio Orta Pérez (72).- José Albujar Ceballos (10. Alumno del Colegio de Ferroviarios).- José Román Pérez (42).

            Heridos leves, salvo complicaciones:
   Encarnación Salas García (66).- Lorenza Ceballos Sánchez (46).- Dolores Martos Orta.- Pedro Vilches Salas (40).

   También sufrieron heridas los bomberos José García Báez y Rodrigo Aguallo Toledo, así como el soldado Andrés Orden Polvillos.
   Llegado el alcalde a la ciudad, ordenó el desalojo de las casas situadas en la acera (derecha) bajo el cabezo, especialmente las números 10 y 8, así como el anuncio de que el Ayuntamiento ofrecerá acogida a los desalojados y se hace cargo de todos los gastos que ocasionen los servicios funerarios, enterramientos, y sepulturas gratis por 20 años.

NOTA DE LA ALCALDÍA

Se invita al comercio que paralice sus actividades a partir de las 11,30 de la mañana.
Con motivo del luctuoso suceso ocurrido en el día de ayer, que costó la vida a trece vecinos de esta ciudad, cuyo  sepelio se efectuará hoy a la una de a tarde, y con el fin de que el de Huelva pueda asociarse a tan cristiano deber, esta Alcaldía ruega a la Industria y al Comercio paralicen sus actividades a partir de las once y media de a mañana, invitando igualmente a todos los vecinos para que asistan a la conducción de las victimas a su última morada.
El Alcalde: Antonio Segovia Moreno.

 La capilla ardiente se instalo en el Hospital Provincial, y a la una de la tarde se puso en marcha el fúnebre cortejo que recorrió la plaza de la Merced, continuando por el paseo de Buenos Aires (popularmente llamada Cuesta del Carnicero), San Andrés, San Pedro, Jesús de la Pasión (antes calle Silos) y San Sebastián, finalizando en el cementerio de La Soledad.
   Acompañaron los féretros más de 30.000 personas, prácticamente Huelva entera, y todas las autoridades, el Gobernador Civil representando al Ministro Secretario del Movimiento, don José Luis Arrese, y, en persona,  el Capitán General de la 2ª Región Militar, el General Sáenz de Buruaga.
   Se abrió una colecta para ayuda a los damnificados a la que no sólo respondió pródigamente la población, sino también de distintos pueblos de España.

   En el cabezo de San Pedro, dominando la ciudad, se levantaba el castillo de los duques de Medina Sidonia, donde nació doña Luisa Francisca de Guzmán que fue reina de Portugal. El castillo resultó seriamente dañado por el terremoto de Lisboa en 1755 y el posterior bombardeo de las tropas francesas durante la Guerra de la Independencia, destruyéndolo casi totalmente,  originando su abandono y del que sólo quedan algunos restos. En el antiguo escudo de Huelva aparece dibujado el castillo.